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Allegados

Buscan la polarización y escogen los asuntos que más dividen, pues saben que la fractura les beneficia

De la absurda polémica en torno al uso de la palabra allegados, referida a las reuniones permitidas en la próxima Navidad, importa menos el fondo del asunto -no son las autoridades quienes tienen que pronunciarse sobre la naturaleza de los lazos que unen a las personas que deciden celebrar en compañía- que las actitudes intransigentes de quienes aprovechan cualquier excusa para descalificar las costumbres o las formas de vida que no coinciden con las suyas. Hay quienes odian a las familias tradicionales y quienes se niegan a aceptar que puedan existir otros modelos de relación, cuando lo razonable sería que cada cual se condujera de acuerdo con sus preferencias sin entrometerse en las del vecino. Recordamos haber leído que la expresión guerra cultural, tan usada por los predicadores del apocalipsis, traduce en origen el término alemán Kulturkampf con el que se designó el enfrentamiento entre Bismarck y los católicos del Segundo Imperio, pero la lectura contemporánea remite más bien al rearme moral que a partir de los años ochenta llevó a los ideólogos neoconservadores a impugnar el fantasmagórico legado del 68, supuesta fuente de los males que nos afligen, y los estragos o desvaríos de la llamada corrección política. En España tenemos a algunos nostálgicos del nacional-catolicismo, crecidos tras la insospechada recuperación del imaginario de don Pelayo, que se inspiran ahora en grupos radicales de otras latitudes, por completo ajenos a la tradición democristiana. Y tenemos, semejantes en su deseo de imponer prejuicios ideológicos, tan agresivos y dogmáticos como los de sus oponentes, a presuntos revolucionarios que se proponen resucitar las trasnochadas consignas de una retórica paleolítica, con el furor y la suficiencia de los peores curas de antaño. Ambos buscan la polarización y escogen los asuntos que más dividen, pues saben que la fractura les beneficia, pero quienes nos mantenemos al margen de esa guerra, que es cultural en el sentido antedicho, no tenemos por qué hacerles el juego, porque ni nos van a encontrar en esa clase de batallas ni soportamos los sermones ni hemos sido llamados, gracias a Dios, al camino de la obediencia. Llámese propaganda o proselitismo, desagrada esa obsesión por inculcar a los demás los valores propios, esa desconfianza en la mayoría de edad de los ciudadanos, ese desprecio por las razones o las creencias ajenas. No juzgamos a los demás por su religión o falta de ella, por sus ideas políticas o su condición sexual, sino por virtudes como el respeto o la tolerancia que permiten -a los familiares, a los allegados y a quienes no se conocen de nada- convivir sin andar a garrotazos.

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