La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Antonio Ríos

Para Antonio Ríos servir a la Iglesia, al Señor, a su hermandad y a los devotos es una misma y sola cosa

La Medalla de Oro que su hermandad del Gran Poder le ha concedido a Antonio Ríos Ramos por aclamación (y por ovación: larga, larguísima ovación de muchos minutos en la Basílica abarrotada que emocionó tanto como agobió a este hombre tan poco dado a homenajes), y se le entregará el próximo día 7, reconoce, entre otras cosas, sus muchos años de servicio a la corporación en diferentes cargos, sus ocho años como hermano mayor y sus 50 años vistiendo al Señor como maestro de priostes. Pero sobre todo sus muchos más años de servicio al Señor con cargo o sin él. Antonio Ríos es quien es por sí mismo. "Cada uno es hijo de sus obras" escribió Cervantes. Por eso pesan más en San Lorenzo su nombre y sus obras que los cargos que ocupó. Se lo ha ganado día tras día, año tras año, hasta hoy cuando, cumplidos los 91, sigue sirviendo al Señor a través del servicio a sus hermanos y devotos.

En las palabras entrecortadas por la emoción que pronunció al término de la ovación que sobrellevó con agradecido agobio, Antonio dijo que todo lo había hecho el Señor. No era falsa modestia. Se considera un instrumento en manos del Gran Poder. Para él son un mandato asumido por íntima convicción las palabras del Señor -"si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y servidor de todos"- y las de la constitución conciliar Lumen Gentium, tan importante para dar presencia a los laicos en la Iglesia: "sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar".

Para Antonio Ríos servir a la Iglesia, al Señor del Gran Poder, a su hermandad y a los hermanos y devotos es una misma y sola cosa. Es la suya una convicción convertida en proyecto de vida, en actitud, en acción. La Iglesia lo ha reconocido concediéndole la Medalla Pro Ecclesia et Pontifice y su hermandad del Gran Poder, la Medalla de Oro.

No hay hermano o devoto que algo haya necesitado y no le haya encontrado, presencia fiel, constante, casi diaria, en la Basílica. No hay necesidad que no haya procurado socorrer, palabra de consuelo que no haya dicho, abrazo que no haya dado, soledad que no haya acompañado, alegría o pesar que no haya compartido. Estuviera o no en la Junta de Gobierno, que quien entiende el cargo como servicio al Señor y a sus hermanos y devotos los sigue sirviendo igual cuando lo deja. Devoción no conoce jubilación.

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