Relatos de verano

Buenos días, Cantinflas

UNA vez en la parada de taxis, tuve que recorrer una larga hilera de vehículos hasta llegar al primero de ellos. Su chófer aguardaba el turno sentado al volante, con la modorra subida a su rostro. Era un tipo voluminoso, de rostro bonachón y andaría por los sesenta y pocos.

Abrí la puerta y me introduje en la parte trasera. Estaba de buen humor, por lo que supongo que dejé traslucir dicho talante en el saludo, puntualización no exenta de relevancia, como se verá enseguida:

-Buenos días. Hermosa mañana, ¿no le parece?

-¿Dónde le llevo? -masculló el taxista con apatía. Arrojó por la ventanilla lo que le quedaba de cigarrillo y puso en marcha el taxímetro.

-Perdone -dije, sin abandonar un ápice mi alegre disposición-, pero acabo de decir "buenos días"…

-¡Y he respondido "buenos días", oiga! -replicó, molesto-. Es lo primero que ha salido de mi boca nada más montarse.

-Supongo -respondí, suavizando el tono- que lo habrá expresado en voz tan baja que no he podido oírlo. Usted disculpe si…

-¡¡Pues lo he dicho alto y claro!! -vociferó, enfatizando cada palabra-. ¡Vaya si empezamos bien el día! ¿No será que necesita una revisión de oídos?

-No tiene importancia, buen hombre -repuse, flemático-. Que no llegue la sangre al río por una menudencia. Me gusta ser correspondido cuando saludo, eso es todo.

-No tendrá importancia, pero usted insiste en que no he saludado.

-Que no haya oído su saludo no quiere decir que no lo haya articulado. Es probable que usted tenga el vicio de saludar entre dientes, o incluso de hacerlo mediante un simple ademán. Los que suelen incurrir en esta corrupción de los modales, lo hacen de forma tan mecánica que no reparan en ello, como parece ser su caso. Pero no tiene de qué preocuparse, ya que se trata de una deficiencia social muy extendida. A mí, en particular, me da igual; de hecho, estoy acostumbrado a este tipo de desaires. Aunque hoy… quizá me esté afectando de diferente forma. No sé qué le pasa a todo el mundo…

-¿Me suelta un discurso para volver a contradecirme? -me interrumpió, cada vez más encendido-. ¿Cuántas veces tengo que repetir que le he dado los "buenos días"? Además, no diga que le da igual. Acaba de decir, con toda claridad, que le gusta que lo saluden. Y en un tono…, ¡que vaya tonito, oiga!

-No voy a negar que me agrada la gente educada -dije, empezando a perder la paciencia-, pero no hasta el punto de suicidarme cada vez que alguien se queda como un pasmarote después de saludarle cortésmente.

-¿Pasmarote me acaba de llamar? -se volvió y me clavó una mirada rebosante de furia-. ¡Esto sí que es grande! ¡¿Se atreve a insultarme en mi cara?!

-Por favor, cálmese. No le he llamado pasmarote. Sólo he pretendido…

-¿Quedaría satisfecho el señorito si vuelvo a saludarle? ¡Responda! -gritó, fuera de sí.

-Hombre…, lo de "señorito" no sé cómo tomármelo… Por la forma en que lo ha pronunciado, apostaría a que tiene una connotación peyorativa, ya sabe, la eterna hostilidad entre las clases sociales. En cuanto a mi grado de satisfacción si usted saluda o deja de saludar, pues, ¿qué quiere que le diga, amigo, que prefiero un eructo a un saludo?

-Entiendo -repuso, atufado-. Pues le voy a saludar como Dios manda.

-Bien está lo que bien acaba -respondí, satisfecho por el desenlace de la discusión.

El hombre, sin dejar de mirarme a la cara, empezó a llenar de aire sus pulmones con inspiraciones cortas y apresuradas. Mientras tanto, me hacía señas con el dedo índice para que me acercara a él. Como hipnotizado por su curioso comportamiento, incliné, lentamente, mi tronco hacia adelante, hasta apoyar la barbilla sobre el respaldo de su asiento. El taxista no interrumpió la extraña operación respiratoria hasta que su pecho alcanzó el doble de su volumen. Su pálido color de rostro se tornó en rojo intenso; sus abultados carrillos se tensaron como la piel de un tambor; y los ojos, inyectados en sangre, salían casi por completo de sus órbitas.

A esta sazón, acercó su boca a mi oído con parsimonia, quizá para evitar el menor escape de aire, y, para mi sorpresa y horror, vociferó un tremebundo bramido:

-¡¡¡HOLAAA…!!

Arrastró la última sílaba huracanada durante más de medio minuto, en concreto hasta que vació por completo sus pulmones. No crean que no intenté apartar la cabeza para huir de aquel espantoso grito, pero el muy bestia, previendo tal contingencia, agarraba con firmeza el lóbulo de mi oreja, abriendo, de paso, en toda su dimensión el pabellón auditivo, y no lo soltó hasta que hubo terminado de "saludarme".

El individuo, como consecuencia del descomunal desgaste fisiológico al que acababa de someterse, especialmente de su aparato respiratorio, empezó a inhalar grandes bocanadas de aire y a jadear espasmódicamente. Todo ello acompañado de estridentes pitidos bronquiales, como los de un fuelle viejo. Por un momento creí que le iba a dar un infarto.

Entre rebuzno y rebuzno abrió la puerta, sacó la cabeza al exterior y se puso a expectorar y hasta vomitar flemas, regurgitaciones y gruesos esputos sobre la acera, a la vista de los que transitaban por allí, que no eran pocos.

Una vez recompuesto, se incorporó y, con toda naturalidad, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, dijo:

-¿Lo ha oído esta vez? Espero que no vuelva a poner en solfa mi buena educación.

Aquel desgarrador estruendo se había quedado retenido dentro de mi cerebro, produciéndome una presión y un dolor atroz, como si estuvieran aplastando mi cráneo con una prensa hidráulica, o acabara de ver por televisión un programa de Sálvame sin anuncios.

Tags

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios