¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Cabras en Luis Montoto

Algo perdimos cuando el rugido de los motores sustituyó al balido de las cabras del Pilar

A Madrid aún le gusta recordar el antiguo poblachón manchego que fue. Lo solemos ver en octubre, cuando miles de ovejas invaden su centro para cumplir con la Concordia firmada en 1418 entre los hombres buenos de la Mesta y los ediles del Consejo de la Villa. En Sevilla, más allá de alguna manifestación de Asaja o la Coag, la última imagen que nos queda de los rebaños en el interior de la ciudad es una foto realizada por el historiador Joaquín González Moreno, en 1957, de una piara de cabras abrevando en la fuente del Pilar, en Luis Montoto, poco antes de ser destruida. Uno, que ya pinta canas, recuerda también los hatos de caprino por el Campo de la Feria, cuando aquello era una mezcla de ejido y escombrera sin vallar, recorrido apenas por pastores suburbanos, parejas nocturnas buscando intimidad y estudiantes de Los Remedios camino del cercano Instituto Carlos Haya (vulgo Tablada).

Una de las principales medidas higiénicas de las ciudades contemporáneas fue sacar a las bestias de su interior, lo que unido a la motorización acabó con la antigua biodiversidad urbana, cuando las mulas o las gallinas eran unos inquilinos más de intramuros. Paradigmático fue, en el primer tercio del siglo XX, la orden al Regimiento de Caballería Cazadores de Alfonso XII de mudarse de su cuartel de la Puerta de la Carne (hoy Diputación Provincial) a su entonces nuevo y hoy abandonado acantonamiento en Bellavista. La razón no era otra que, con la Exposición Iberoamericana del 29 en puertas, evitar los problemas de salubridad y olores que producía tal concentración equina. Quien haya pasado un día de verano por la Plaza Virgen de los Reyes, junto a los peseteros que allí sestean, sabe de lo que hablo.

En la explanada delantera del Palacio de las Cinco Llagas hubo también un gran abrevadero para el ganado, como el que hoy se usa temporalmente en la calle Antonio Bienvenida durante los días de farolillos. Su recuerdo evoca la Sevilla ganadera, como lo hacían también las vacadas que pastaban en la dehesa de Tablada, bicharracos con los que Juan Belmonte y su círculo anarcotaurino del quiosco de la calle San Jacinto aprendieron sus primeras lecciones del arte de Cúchares, tal como nos cuenta Chaves Nogales en su biografía del maestro.

La fuente del Pilar, llamada así no por la advocación mariana sino por el gran pilar del que manaba su agua de los Alcores, fue una víctima más de la ciudad contemporánea, sacrificada al alquitrán y al tráfico rodado. Puede que sea banal nostalgia por un mundo que no se conoció, pero algo perdimos, aunque sólo sea el sosiego y el aire, cuando el rugido del motor de combustión sustituyó a las esquilas y los balidos de las cabras de Luis Montoto.

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