La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las zonas prohibidas de Sevilla
Sumergidos como estamos en la vorágine del trapicheo político, parece que este año el Día de la Mujer ha pasado un tanto difuminado por las divisiones en el propio feminismo y el menor protagonismo del Gobierno, tan activo y combativo en los años anteriores. Es claro que las consecuencias de una legislación manifiestamente mejorable en su técnica jurídica, los excesos de algunos planteamientos ultrafeministas rechazados por una parte importante del propio feminismo y también, el clima de radicalidad y polarización que vivimos, en el que se celebra cualquier gracieta de barra de bar por encima de todo razonamiento, están influyendo muy negativamente en el camino de convivencia que como sociedad decidimos recorrer hace tiempo.
Nadie puede negar que la igualdad legal entre hombres y mujeres es una realidad en España desde la aprobación de nuestra Constitución que acababa con una larga historia de postergación jurídica de la mujer. Occidente ha sabido avanzar en el sentido correcto y asumir aquel pensamiento expresado por Olympe de Gouges en plena Revolución Francesa: “Si la mujer puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la Tribuna”. Tristemente, ella subió al cadalso sin que se le permitiera hacerlo a la Tribuna. Pero no podemos decir lo mismo si a la igualdad real nos referimos. Porque esta surge del convencimiento social más que de la ley y este, lamentablemente, no es tan mayoritario como hubiéramos defendido no hace mucho. Basta mirar a nuestro alrededor.
Ante el ultrafeminismo militante ha surgido por mera reacción radicalizada una auténtica ola involucionista muy combativa que se ha plasmado, por ejemplo, en el rechazo irlandés en referéndum a retirar de su Constitución el artículo en el que se señala que «el Estado reconoce que, con su vida en el hogar, la mujer le otorga un apoyo sin el cual no puede alcanzarse el bien común». Algo que nos remite a aquello que se atribuye al kaiser Guillermo II o a su esposa indistintamente, de que las mujeres debían dedicarse a las Tres K “Kinder, Küche, Kirche” (Niños, cocina, iglesia) a las que a veces se le añadía una cuarta, Kleider (ropa) y que tiene equivalentes en todos los idiomas.
Sería muy triste que como mera reacción ante los excesos radicales de algunos, la sociedad desande el camino que nos ha traído hasta aquí. No hagamos el juego a los involucionistas porque aún queda senda por recorrer.
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