Relatos de verano

sara mesa

Perrita Country (5)

A veces son el miedo, los prejuicios y la desinformación los que ocasionan que parezca difícil -o incluso imposible- lo que simplemente precisa un poco de tiempo y de paciencia. Quizá es lo que sucede ante la convivencia entre un perro y un gato, lastrada por el veredicto contrario de la expresión popular: llevarse como el perro y el gato. Perrita Country y El Ujier continúan adaptándose a su nueva vida ante la mirada perpleja de su dueña. Este es un relato que va más allá de las mascotas: habla de las fronteras y las normas, y de la arbitrariedad que a menudo las rigen.

Desde el día en que, por error, dejo la puerta abierta y compruebo que no se ha producido la catástrofe que todos temíamos -que yo temía y que todos me hacían temer-, me voy relajando poco a poco. No siempre es fácil y, a pesar de que intuyo que les contagio mi incertidumbre y mis nervios, El Ujier empieza a acostumbrarse a la presencia de la intrusa, y Perrita Country hace lo propio con el dueño y señor del lugar, el gran gato altivo. La norma, de momento, sigue bastante clara: el salón es para ella y el resto de la casa para él. Podría pensarse -de hecho, yo lo pienso- que el reparto es injusto por desproporcionado -al fin y al cabo, Perrita Country es casi tres veces más grande que El Ujier, y probablemente necesita más desahogo-, pero debe tenerse en cuenta que antes El Ujier contaba con la casa entera -es decir, ha salido perdiendo-, mientras que Perrita Country vivía en la jaula de un refugio compartida con otros dos perros -es decir, ha salido ganando-, de modo que me digo: vayamos poco a poco. Además, ahora que ya no nos andamos con las puertas cerradas, pueden pasearse con libertad y llegar a acuerdos propios, contratos, convenios, conciertos, pactos o comoquiera que los llamen ellos en el reino animal a la hora de repartir el territorio. Yo, me digo no sin demasiado convencimiento, soy sólo una mera observadora.

Anoto mis observaciones por si algún día me decido a escribirlas en un relato. Son notas breves, sin desarrollar, muchas veces contradictorias, del tipo: "Perrita Country es mucho más miedosa que El Ujier porque, de los dos, es la que agacha la cabeza cuando se cruzan: la mirada sostenida entre dos animales señala siempre al victorioso"; "El Ujier se caracteriza por fingir, habilidad de la que Perrita Country carece: él simula no tener miedo, aunque en realidad está aterrorizado"; "Anoche cuando sacaba a Perrita Country, la vi alzar las orejas y levantar una pata en posición de alerta: a unos metros, un gato callejero. Sin duda, ardía en deseos de correr tras él. ¿Por qué no hace lo mismo con El Ujier? ¿Piensa que, en el fondo, no es un verdadero gato, sino un pequeño perro estrafalario?"; ¿Y El Ujier? Un animal con tan poca experiencia en el mundo exterior, que habita en una especie de caverna platónica de ideas preconcebidas, ¿cómo calificará a Perrita Country? ¿Habrá pensado alguna vez que ella es, simplemente, un gigantesco gato estrafalario?".

En realidad, ambos van ganando terreno. Perrita Country ya se atreve a pasearse por la cocina y por el patio, lugares por donde suele rondar El Ujier a la caza de tapitas y moscas. Por su parte, El Ujier asoma cada vez más tiempo por el salón. Al principio, tras su expulsión -ahora que lo pienso, la expulsión del paraíso, pues allí solía sestear horas y horas en el sofá-, se limitaba a asomar la cabeza, con los gruesos bigotazos temblándole -¿de indignación, de emoción, de sorpresa?- y daba una ronda rápida como un sargento controlando a su tropa; ahora permanece más tiempo, vuelve a subirse al sofá, va reconquistando poco a poco, como una parodia de Don Pelayo, el territorio perdido. Así que, bien por las incursiones de ella o por las de él, se multiplican los encuentros, lo cual -espero- hará que algún día, faltos ya de sorpresa, podamos vivir sin aspavientos. Por si acaso, yo sigo supervisando de reojo, veo cómo a veces ella se aparta, cómo a veces se aparta él, cómo se cruzan rapidito para ni siquiera rozarse, cómo fingen no verse, cómo dan rodeos, cómo Perrita Country mastica la comida de él y se la acaba en un santiamén. ¿Cómo? ¿Perrita Country comiéndose lo que no es suyo? ¿Perrita Country vulnerando una norma sagrada? ¡No, no, no!, le digo. Ella me mira con estupor, sus largas pestañas inmóviles, sin comprenderme. El Ujier maúlla y camina teatralmente, haciendo ochos en gesto de protesta.

Ante el miedo de que se produzcan más incidentes por la comida -y quien dice incidentes, dice guerra, porque tiendo a la desmesura y al melodrama, y como buena exagerada he visto vídeos en internet de mascotas desenfundando sus armas-, decido subir el comedero de El Ujier a una habitación de la planta de arriba, a la que Perrita Country nunca sube -ni siquiera ha hecho nunca el intento de subir-. Perfecto, me digo: problema resuelto por la vía rápida. A partir de ahora -voceo- las comidas de El Ujier serán servidas en el comedor superior y las de Perrita Country en el inferior. Es fácil, además, porque él no muestra el más mínimo interés por la de ella e incluso respeta su bebedero, cuando es bien conocida la tendencia felina de beber en los lugares más inverosímiles, por ejemplo: las macetas anegadas, el cubo de la fregona -incluso con jabón- o la taza del water.

Pero aún ignoro que la voracidad de Perrita Country desconoce los límites, y no sólo los límites, sino las leyes mínimas de la educación y la higiene. Respetuosa ella, ha entendido a la perfección que el suculento pienso sabor arroz y pollo para gatos castrados no es su menú; sin embargo, considera que esas bolitas marrones que hay en el arenero, bomboncitos olorosos que se producen diariamente a buen ritmo, son un entretenimiento de lo más delicioso para su paladar. Sí, sí: estoy hablando de las caquitas: puritita coprofagia.

Tags

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios