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Relatos de verano

Sara Mesa

Perrita Country (2)

La narradora de esta historia quiere adoptar un perro a pesar de tener ya un gato grande de carácter más bien arisco y solitario. Con todas las opiniones en contra, contacta con un refugio en el que le recomiendan que se olvide de los cachorros y lo intente con un perro adulto. Pero ella no termina de fiarse y cree que le están intentando colar un animal que nadie quiere. Esta fábula sobre mascotas plantea en realidad el dilema de la convivencia, las fronteras y el territorio, los privilegios de los que estaban antes y los prejuicios sobre los que vienen de fuera.

Como había prometido, busco en internet la ficha de La Perra Perfecta -la que me han dicho que es La Perra Perfecta- y me encuentro con un ejemplar mestizo de no sé qué raza, de tamaño mediano, dos años, más bien despeluchado y feo. No, no es un perro bonito ni mucho menos, y tampoco tiene ese no-sé-qué que voy buscando y que sí detecto en las fotografías de otros perros. ¿Por qué me recomiendan éste? Según pone en la ficha, es la típica perra cariñosa y buena que convive bien con todo el mundo y bla bla, pero, oh, también pone -ajá, aquí estaba la trampa- que tiene una enfermedad crónica, leishmania, aunque con una pastillita al día no hay problema, bla bla. En mi vida he oído antes esa palabra, leishmania, así que la tecleo y lo que me sale es… oh, Dios, ¡es horrible!: enfermedad canina de tipo parasitario, grave, se transmite con la picadura de un mosquito, afecta al pelo, la piel, los riñones, puede causar la muerte -¡causar la muerte!-, pero existen vacunas, su perro debe vacunarse cuanto antes, evite la mayor enfermedad endémica en su perro, publicidad a raudales de clínicas veterinarias, y para qué querría yo adoptar a un perro que se me va a morir con la piel cayendósele a cachos, mejor cojo uno sano y me gasto el dinero que haga falta y lo vacuno.

Desde la pantalla, La Perra Perfecta me mira haciéndome sentir culpable. Cierro su ficha de inmediato, busco otras. De acuerdo, admito que un cachorro no era buena idea, El Ujier no está para juegos y puede hacerle mucho daño de un solo zarpazo -siete kilos de gato no son ninguna tontería-, pero seguro que hay otros perros adultos que me pueden valer, por ejemplo Perla, qué cara más simpática, parece medio dálmata, al parecer convive bien con gatos, o este otro, Nerón, todo un señor de expresión apacible, de hecho en una de las fotos aparece compartiendo cestita con un siamés. De La Perra Perfecta, de momento, no quiero ni recordar su nombre. Nombrar, ya lo sabemos, es entrar en el interior de las cosas por una puertecita que, una vez abierta, ya nunca se cierra.

Vuelvo a llamar a la chica del refugio. ¿La viste?, me pregunta. Sí, pero, ¿y la leishmania? He leído en internet esto y lo otro. Bueno, responde ella, la industria veterinaria hace su negocio, muchas vacunas se fundan en el miedo, esa enfermedad puede ser terrible pero también puede no serlo y en este caso La Perra Perfecta la tiene controlada, con sólo una pastillita al día… Sí, sí, le digo, ¿pero no podría ver también a Perla o a Nerón? ¿No serían ellos compatibles con El Ujier? La chica parece considerarlo. Sí, son buenos perros, aunque no tanto como La Perra Perfecta. Me propone ir a ver a los tres y elegir. El Meetic de los perros, pienso yo aliviada. Ahora tengo varias opciones por delante, varias citas. El Ujier me mira suspicaz, con sus brillantes ojazos grises, como si sospechara lo que se le viene encima.

Perla resulta ser tan bonita como prometía. Me saluda nerviosa, luego se va a jugar con otros perros. Es divertido verla correr, sus músculos firmes y tensados, la lengua fuera, jadeando. Me gusta, sí, sin duda me gusta, pero a la vez que lo pienso se me instala una inexplicable desazón en el estómago. Nerón es más tranquilo, de pelo corto y duro, casi no me hace caso aunque se deja acariciar un buen rato la barriga, resollando de placer. Solemne, algo distante, tiene un aplomo parecido al de El Ujier: los imagino a ambos contándose batallas, compitiendo en anécdotas delante de una copa de coñac, sus respectivos batines bien abrochados. Me gusta, sí, sin duda me gusta, pero lo pienso con frialdad y distancia, como si estuviese escogiendo el color de una encimera nueva de cocina. La tercera es La Perra Perfecta. Hay que ir a verla a otro lado, porque esos días la tiene de acogida una pareja, me explica la chica mientras conduce. Es una perra que necesita un hogar, no se adapta bien a la vida en la jaula, es demasiado tímida y sumisa, tras cuatro años esperando su turno por lo menos ahora tiene una acogida. ¿Cuatro años?, pienso yo. ¿No ponía en la ficha que sólo tenía dos? ¿Cuántas mentiras más me están colando? Y si es verdad que es La Perra Perfecta, ¿cómo ha podido pasar tanto tiempo sin que nadie se haya fijado en ella?

Me están esperando en una plaza, la pareja -dos adorables biólogos muy jóvenes- y La Perra Perfecta. De lejos reconozco sus malos pelos, blanca y marrón con manchas desiguales, orejas caídas, grandes. Viene hacia mí con alegría y me mira; pienso: stracciatella. La dulzura de sus ojos castaños con un cerco más claro rodeándolos; pienso: pestañas de actriz. En las patas moteadas, largos flecos de pelo; pienso: perrita country. Con el rabo cortado, mueve el culo en un baile entusiasta y agradecido; pienso: croquetilla de amor. Me agacho a su lado, le acaricio el lomo áspero, las orejas suaves. Ella me mira. No se va. Se queda allí conmigo, absolutamente entregada a mis caricias. La revelación es inexplicable, tan fuerte que no se puede negar ni ocultar, sólo entregarse. Es ella. Soy yo. Somos nosotras.

La pareja y la chica del refugio nos miran con satisfacción.

Pequeña perra enferma, maldita fotogenia que no va contigo, era verdad que había que conocerte. ¿Qué haremos ahora para que El Ujier te quiera?

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