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Relatos de verano

Sara Mesa

Perrita Country (6)

La convivencia bajo el mismo techo entre un gato territorial y arisco como El Ujier y una perra tragona como Perrita Country podría estar condenada a ser catastrófica si ambos no estuviesen poniendo de su parte para hacerla posible. Cada día que transcurre desde la adopción de Perrita Country se convierte así en un aprendizaje para la narradora de esta historia, que registra los pormenores de la cohabitación entre sus dos mascotas con ánimo casi científico. Entre la fábula alegórica y la vida cotidiana, este relato ataca al efecto paralizante de los prejuicios.

Que las cosas estén avanzando mejor -mucho mejor- de lo que yo esperaba no significa que esto sea Jauja. Establecemos normas cada día, pero no pretendemos ser inflexibles; si no resultan eficaces, las modificamos. Así, le expliqué a Perrita Country que no podía -¡no debía!- zamparse los excrementos enarenados de El Ujier -no enharinados, sino rebozados en arena- y ella me miró con expresión obediente, un algo así como no lo volveré a hacer nunca más, no puedo soportar defraudarte. Pero, en realidad, lo que no puede soportar es pasar junto al arenero y no meter la cabeza para atrapar uno de esos deliciosos bomboncitos. Por tanto, nueva norma: el arenero va a parar a la planta de arriba de la casa, donde Perrita Country nunca sube.

Contrariamente a lo que yo había pensado -día a día los prejuicios caen como un castillo de naipes- la comida no será nunca un enfrentamiento entre ellos dos. Perrita Country tendría todo el derecho de quejarse, porque a ella se la tengo totalmente racionada mientras que El Ujier dispone de barra libre -para él, ver su comedero sin bolitas es señal de un apocalipsis inmediato-. El Ujier come a cualquier hora del día, incluso por la noche -y a pesar de su porte de señor elegante, no se priva de hacer todo el ruido que considera necesario-, mientras que Perrita Country come treinta segundos por la mañana y treinta por la noche: un minuto al día, pobrecilla.

Hay además un ritual extraño que se cumple todas las mañanas, en la primera comida de Perrita Country, y cuyo sentido debe de ser comprensible sólo para El Ujier, que es quien lo ha instaurado. El ritual consiste en lo siguiente: mientras Perrita Country está comiendo, El Ujier se sitúa a unos dos metros de distancia, a su espalda, medio oculto por el marco de la puerta. La observa con la mirada fija y su expresión habitual de estupor, aunque todos los días la escena sea exactamente la misma. Cuando Perrita Country acaba y vuelve corriendo hacia su cesta, dando un rodeo a la mesa y las sillas que hay entre ambos, El Ujier salta hacia ella, con el lomo arqueado y las cuatro patas tiesas, salto absurdo donde los haya porque no se trata de un ataque -las uñas están retraídas-, ni de un juego -al menos, no de un juego con voluntad de respuesta-, ni de una forma de comunicación. Es, tan sólo, esa repetición: la mirada, la espera, el salto, y Perrita Country esquivándolo con paciencia, dándose cuenta de su estupidez pero fingiendo, como hacemos con los niños pequeños, que oh, nos asustaron.

Volviendo a esto de los privilegios, otra de las mayores diferencias entre estas dos criaturas es que a El Ujier se le permite subirse a la mesa, lo cual le facilita que, cuando no miramos -o simulamos no mirar- se ponga a lamer los restos de los platos e incluso robe alimentos que después no se come, como un borde de pizza, un champiñón, una onza de chocolate o un pedazo de queso. Perrita Country, sin embargo, siempre permanece aparte, sin pedir nada mientras los humanos comemos, paciente y educada, y si en un ataque extremo de debilidad osara acercarse, la ahuyentaríamos de inmediato. El Ujier no sólo se sube a la mesa: también al aparador, al sofá, a las sillas y sillones, a la cama, a la encimera de cocina. Se mete en el lavabo y la bañera. Destroza el puff de mimbre. Monta fiestas solitarias con rollos de papel higiénico. Nada de esto le está permitido a Perrita Country. Si ella hiciera algo inadecuado, se la reprendería de inmediato -¡scht, no!-; en cambio, si lo hace El Ujier, nos resignamos.

Esto nos lleva directamente al meollo en el que se sustentan todas las injusticias: los privilegios.

Porque… ¿existen privilegios en esta casa? ¡Por supuesto! Aunque, en fin, digamos que están convenientemente distribuidos.

Perrita Country, por ejemplo, tiene el privilegio de poder salir al exterior y darse largos paseos, mientras que El Ujier está confinado al interior y su única comunicación con "eso de ahí afuera" es a través de las ventanas, donde se le puede ver asomado a ratos, fisgoneando como James Stewart en La ventana indiscreta. La diferencia llega a tal extremo que Perrita Country tiene permitido ir al campo o a la playa, e incluso pasar días fuera y hacer visitas a amigos, relacionándose con otras personas y -cada vez más confiadamente- con otros perros, mientras que El Ujier ha de quedarse en casa, esperando pacientemente aunque bien aprovisionado de pienso y recipientes de agua por doquier. Pero como todos los hechos tienen varias lecturas posibles, a veces me da por pensar que el privilegio, en realidad, vuelve a ser de El Ujier, que tiene la oportunidad de quedarse solo y a sus anchas de vez en cuando, mientras que Perrita Country siempre ha de compartir la casa con él, con un campo de acción mucho más limitado.

¿Hemos alcanzando una convivencia pacífica gracias a la desigualdad y los privilegios? Miro a El Ujier dormido al lado de Perrita Country, compartiendo el calor de la estufa pero sin tocarse, y me cuesta creer que él sea el pequeño dictador que pretende ser. No lo es. Tampoco lo es ella. Son dos naturalezas diferentes que tratan de entenderse sin invadir los dominios contrarios. Respetándose. Gran lección la que nos dan estos dos: lo están consiguiendo.

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