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La lluvia en Sevilla

Postal desde el aeropuerto

San Pablo ha perdido su aire doméstico para intentar convertirse en un aeropuerto de gran ciudad

Viajar está sobrevalorado", me digo a mí misma, mientras trato de sacar a tirones el asa de mi maleta. Por llevarla atestada se le ha obstruido el mecanismo, lo que me obliga a caminar con ella encorvada, como Igor en El jovencito Frankenstein. Es mi primer vuelo pospandémico y se nota: estoy histérica. Tomar un avión no es montar en bicicleta, se olvida. No me agobia el vuelo, me agobia el tránsito por el aeropuerto, su estatus de no-lugar, el miedo a extraviar en los controles algún documento, el "señorita, las botas fuera", el precio de un bocata de plástico, la sensación de irrealidad. En la cola de facturación caigo en la cuenta: con el coronavirus, los protocolos deben de haberse tensado en extremo, y he olvidado el pasaporte Covid. Cuando la azafata me pide que le muestre en el móvil el check-in online-al que obligan ciertas compañías bajo la amenaza de robarte in situ la cartera- me acuerdo de quienes alzan la voz con el lema "Soy mayor, no idiota". Volar ya es de pobres, pero no de gente sin internet.

Pero he logrado librarme de la maleta que me estaba jorobando (literalmente), y atravesar las puertas del cielo, previo paso por el purgatorio del control policial. Una vez dentro, entiendo que el Aeropuerto de San Pablo ha perdido su aire doméstico para intentar convertirse en un aeropuerto de gran ciudad. Lo sé al pasar por el duty free, ese laberinto de luces y colores y mangazos de perfume. ¡Esto sí que es un paraíso artificial! Los nuevos carteles miden la distancia en tiempo, lo que transmite la sensación de que aquello es grandísimo, de que estoy en medio de una gran llanura. "Pero, ¿de dónde han sacado tanto espacio?", me pregunto, impresionada. El suelo está recién pulido y abrillantado, y más que caminar me deslizo, con una sprezzatura estupenda que me prepara para el despegue. Se agradecen que pervivan las fuentes, las botellas de agua están a precio de Macallan doble. Hay sillones psicodélicos color naranja, y flamantes hamburgueserías y cafeterías, que sustituyen al entrañable zafarrancho de antaño. En ellas, pasajeros idílicos toman algo con ostentosa placidez. Por instantes sospecho que son extras, contratados por el Ministerio para dar ambiente cuqui. El aeropuerto de Sevilla pierde su aire de provincias -que, confieso, me relajaba- para mostrarse como una infraestructura propia de ciudad moderna y cosmopolita.

Para llegar a serlo de verdad le faltan cosas importantes, como un tren y un metro que pare a sus puertas, o conexiones aéreas que desde la pandemia parecen desmanteladas. Y le sobran otras recién adquiridas, como ese tufo a despersonalización y el aire a despilfarro pijo del duty free. Los aeropuertos de Alemania o Austria, mejor que el de Barajas, son un modelo en el que fijarse. ¿Despegamos?

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