La lluvia en Sevilla

Dos Semanas Santas

Juntas, la Semana Santa de Sevilla y la de Zamora constituyen un símbolo pleno

Si Fernando Villalón dividía el mundo en dos, Sevilla y Cádiz, para mí, durante varios años, la Semana Santa también se dividió en dos: Sevilla y Zamora. Hasta el miércoles disfrutaba del ambiente en mi barrio, la primavera insurgente en los exornos, un rumor de cornetas entrando a balcón abierto; el trajín, la bulla, las colas que esquivo; los sones de Amarguras al revirar la Virgen a Trajano, el dolor de cabeza de tanto incienso que emana de las casas vecinas; las Perséfones que no piensan quedarse sin manos, y estrenan sus lustrales vestidos de Domingo de Ramos y sus zapatos sin ahormar. La emoción contenida en el mutismo multitudinario que convoca el paso de un Cristo… Llegaba a Zamora con tiempo para coger la pelliza y callejear por las cuestas oscuras para ver desfilar a las capas pardas, con su silencio de campana y bombardino. Y el temblor de los cristales de los faroles. Y la carraca o lo que sea eso que agitan y suena a osario o a pájaro de muerte. Y las flores del Señor, que son cardos. Y la Soledad, y las 200 voces que elevan el sobrecogedor Miserere al paso del Yacente en la noche sin luces.

Habrá quien se mida y pretenda competir en belleza, o comparar lo uno y lo otro en apariencia tan distinto, siendo el mismo rito solo que estallado cada cual desde su lado. Sumadas en la misma Semana Santa, las de Sevilla y Zamora se completan y juntas constituyen un símbolo pleno, ese mismo, tan misterioso, que lleva el ser humano buscando desde su origen. Es curioso, lo que en Sevilla se vería inadmisible, se goza en Zamora, y todas sus posibles viceversas. La exuberancia sevillana estaría proscrita allá, y acá sería anatema parar la procesión para que el cortejo se pimple unas sopas de ajo, por ejemplo. Frío o calidez, azahar o cardos, Thalberg o Font de Anta, Guadalquivir o Duero, barroco o románico, bacalao o dos y pingada, austeridad abrigada en media azumbre de vino o exuberancia que se manda a sí misma recogerse un instante. Trascendencia e inmanencia, lo místico y lo plenamente terrenal. Ambos rituales ofician en las lindes, míticas y redondas, entre la sombra y la luz, lo extremadamente mortal y lo que permanece siempre, lo que se abre a la muerte y lo que, por tanto, hace posible que algo renazca o resucite. "Y habré matado a la muerte, y tú vendrás", escribía Agustín García Calvo al Cristo del Silencio. La forma que tiene el sabio pueblo -más acá de los sacerdotes- de expresar todo esto no puede ser ralamente intelectual, sino performativo, acto, poiesis. Entre estas dos semanas santas, escojo e integro las dos, con la suficiente distancia como para no hartarme de ninguna. Bien miradas, me ayudan a vislumbrar cosas a ratos divinas, y siempre humanas.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios