La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Una nueva Sevilla en altura
Hace apenas unos días llegó al barrio del Porvenir una alegre cuadrilla de operarios municipales que se puso a pintar en el asfalto todo tipo de rayas continuas y discontinuas, pasos peatonales, flechas de dirección, prohibiciones de aparcar… Desde entonces, los vecinos andamos un poco aturdidos con tanta geometría en el vial. Estábamos acostumbrados a transitar por calles de cuero viejo, gastadas por años de polvo y calimas, lo que daba al barrio cierto sosiego de arrabal. Sin embargo, ahora lo hacemos sobre el pellejo de una cebra donde el blanco y el negro se han hecho omnipresentes. Es como si hubiésemos dejado de vivir en un cuadro de Daniel Bilbao para instalarnos en otro de Barbadillo.
En los últimos años las cuestiones pictóricas de brocha gorda han pasado al debate popular y mediático. Incluso, asistimos a apasionados duelos dialécticos sobre cómo debería ser la paleta de la ciudad, especialmente entre las dos opciones más clásicas: o blanca y albero, como una venta-cortijo, o almagre como un decorado barroco. Todos tienen argumentos de peso histórico, porque a una ciudad con miles de años le ha dado tiempo a cambiar de color varias veces. Lo cierto es que todas las investigaciones nos descubren la gran variedad cromática que tuvo Sevilla. Incluso la Giralda, a la que hoy consideramos intocable, estuvo en sus tiempos pintarrajeada de arriba abajo como un futbolista galáctico. Sobre una base de almagre se ejecutaron grandes murales que representaban el triunfo de Roma sobre el islam y el protestantismo (todavía hay tiempo para ir a ver la maqueta de la Turris Fortissima que se muestra en la exposición Imago Mundi). A Sevilla le pasa como a las esculturas y los templos clásicos y románicos, que hoy los vemos y pensamos como blancos o grises, pero que en su día fueron explosiones de color que en la actualidad nos resultarían insoportablemente kitsch.
Recientemente se ha descubierto que el exterior de la muralla de la ciudad, cuyo origen es almorávide (noble y guerrero pueblo africano despreciado por los trovadores oficiales), estaba pintado de blanco. Tenía que ser hermoso ver a Isbilia, en el fondo del valle, refulgir como una perla cuando se bajaba de la Sierra Morena. Esa Sevilla mora prealmohade, aún sin la Giralda y encalada, podría bien parecer un pueblecito de postal andaluza, con borricos y alfarerías, dignas de un póster del Ministerio de Información y Turismo de don Manuel Fraga. Cuando España aún era diferente.
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