Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Valencia: lecciones del horror
EN Mano en Candela, Aquilino Duque recuerda una España en la que hablar de toros era casi una obsesión nacional. Eso fue uno de los motivos del antitaurinismo del 98 antes de que don Ramón del Valle-Inclán se alistase en la tropa de la revolución Belmontista. Los hijos del desastre vieron en la Fiesta una manera de perder el tiempo y la productividad. Ya se sabe, uno se pone a perorar sobre la última faena del Guerra y acaba descuidando sus labores y la lectura de Schopenhauer.
Sin embargo, y pese a los melindres de Unamuno, los toros fueron un pegamento nacional importante entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. La lidia de reses bravas –nuestro baseball, como bien vio Adrian Shubert– no sólo dio una estética a la España que nacía como Estado liberal contemporáneo, sino también un tema de conversación, aunque sólo fuese para que las dos Españas, la gallista y la belmontista, tuviesen un motivo para lanzarse los trastos a la cabeza.
El pasado miércoles, en la siempre hospitalaria Real Maestranza de Caballería de Sevilla, acudí a la presentación del libro colectivo Chicuelo. El arte de inventar, coordinado por Diego Carrasco y editado por la Fundación de Estudios Taurinos. Acto de relumbrón, con la participación estelar del editor y crítico literario David González Romero, quien con maneras ciceronianas dio un magistral discurso sobre la importancia de Manuel Jiménez Moreno Chicuelo en la historia de la tauromaquia. De segundo espada intervino el crítico taurino de La Vanguardia, Paco March. Y es aquí a donde yo quería llegar. March hizo un amenísimo y documentado recorrido por la fecunda historia de la Cataluña taurina, recordando a Barcelona como una de las ciudades con más afición de España (llegó a tener tres plazas abiertas). ¿Qué pasó entonces? El turismo –que se dedicó a fomentar las corridas de bajísima calidad para guiris– y el nacionalismo –que identificaba a los toros con lo español– se cargaron la afición condal, hasta desembocar en la prohibición de 2010 que, aunque desmontada por el Tribunal Constitucional en 2016, ha quedado ya como un veto inamovible.
Todo esto nos recuerda que el pisoteo nacionalista de los derechos y las libertades de los catalanes comenzó antes del procés y la amnistía. Y lo siento, sobre todo, por los catalanes constitucionalistas a los que el Gobierno deja abandonados, sin argumentos y, además, definitivamente sin toros. Al menos, a los del sur, siempre nos quedará Chicuelo.
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