La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Lo dejamos ya para después de Navidad
No sólo por el poderosísimo influjo que ejerció en los años de entreguerras, la obra magna de Oswald Spengler, publicada en septiembre de 1918, casi en vísperas de la derrota de los Imperios Centrales, señala un hito en la historia cultural del siglo XX. Aunque la asociamos a esa época de auge de las ideologías totalitarias, que entre otras cosas fueron una respuesta radical a la extendida sensación de crisis, ni tuvo que ver con ellas ni su ascendiente, prolongado en toda la centuria, ha menguado en el XXI, como demuestra el hecho de que La decadencia de Occidente, tanto el libro como la expresión que le da título, siguen siendo profusamente citados en los inicios del nuevo milenio. En su reciente monografía sobre el pensador alemán, publicada por Renacimiento, Rafael Hernández Arias explica con admirable claridad el humus intelectual del que se nutría Spengler, compartido por los autores adscritos a la “revolución conservadora”, el éxito internacional del ensayo –la edición española, traducida por García Morente, fue prologada por Ortega, que calificaba al autor como “poderoso acuñador de ideas”– y el especial impacto que tuvo en los Estados Unidos, donde al contrario que en Gran Bretaña lograría una repercusión positiva y duradera. Aún más desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la pujanza del Nuevo Mundo frente a la vieja Europa declinante, en la reiterada caracterización de los halcones republicanos, invitaba a actuaciones enérgicas que defendieron políticos o politólogos como el oscuro e incombustible Kissinger o Huntington, el controvertido teórico del “choque de civilizaciones”. Ahora bien, como señala Hernández Arias, sería un error pensar que la huella de Spengler se detecta sólo en los autores reaccionarios o de ideas neoconservadoras, pues también las nuevas izquierdas y su anticapitalismo militante pueden relacionarse con el estadio decadente que profetizó el nostálgico de la prusianidad, aunque sea –como ocurre con Carl Schmitt– desde muy otros presupuestos. Spengler, sin embargo, que no era racista, no condescendió nunca al nazismo, cuyos líderes trataron de atraérselo en vano. Partidario de la monarquía imperial, consideraba que el Tercer Reich ejemplificaba el “dominio de los inferiores” y que la doctrina nacional-socialista –una “ideología de rebaño”, en los términos de su admirado Nietzsche– era incompatible con los valores aristocráticos. En cierto modo su obra, que refleja parte del espíritu de su tiempo, sigue siendo actual, pero su mundo nos queda muy lejos. Permanecen, en cambio, la fuerza de la visión, el vuelo de la prosa y una ambición totalizadora que aún hoy mueven al asombro.
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