Editorial
Congreso del PSOE: manual de resistencia
Vivir por encima de tus posibilidades merece la pena siempre. Lo dice en una reciente entrevista Elena Benarroch, la diseñadora que modernizó algo tan caduco y delicioso como un auténtico abrigo de pieles (antes del invento del peluche). Es una frase campanuda que se me ha quedado repicando en mi interior sin poder olvidarla. Una frase que sólo puede pronunciar quien es capaz de ver la peli Pretty Woman sin preguntarse qué pasa después de ese fin hortera e imposible. Quien descubre que poder aspirar a las cosas inalcanzables tiene aun más valor y gozo que el desengaño de poseerlas. Quien, tarde o temprano, cuando la vida le devuelve a la realidad, aprecia por siempre el camino recorrido. Una frase que sólo puede entonar con esa contundencia quien ha vivido bien, sin complejos y no se arrepiente.
Lo malo de vivir por encima de tus posibilidades son sus invisibles efectos colaterales. En los de alrededor, lo digo por propia experiencia, genera el efecto contrario. No sé si por reacción, provoca un espíritu conservador y receloso que yo llamo espíritu pobre. Nada como haber visto a tus padres gastar el dinero en lo que no debían ni podían para que te pases la vida privándote de cosas que tú sí puedes y debes tener. Nada como haber visto ejercer el lema de la vieja nobleza “gasta lo que debas, aunque debas lo que gastes” para que se te abra un abismo de inseguridades cada vez que tienes que hacer un gasto extraordinario. Nada como ver malgastar aparentemente el dinero y el tiempo para que te pases toda la vida intentando comprender y aprender esa imprescindible inconsciencia para ser feliz y pleno. En una casa en la que jamás se ha pronunciado la frase “por si hace falta” tú eres incapaz de decirte a ti misma “no vas a dejar de ser pobre si lo haces”. Nada como haber odiado esos excesos en la infancia para descubrir en la madurez tu propia pobreza de miras que es la mayor de todas las pobrezas.
Un día dejas de hacer reproches por todo y de ir apagando luces detrás de todo el mundo y de comerte sin ganas lo que sobró y de ir a una boda con un vestido que te has puesto mil veces y, de decirte a ti misma que casi todo es caro cuando en verdad quieres decir que no te lo mereces. Aprecias al fin la complejidad de esos malabarismos económicos que tu madre sigue desarrollando en su generoso espíritu manirroto. Y al fin aprendes a mirar por encima de tus posibilidades.
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