Wilkie Collins

Fue en su tiempo tan popular como Dickens, su amigo y teórico rival, en realidad editor y cómplice

Frente ancha, ojos saltones tras las lentes ovaladas, barba poblada e inconfundible, los retratos de Wilkie Collins desprenden un aire severo que no se corresponde con las sinuosidades de su itinerario sentimental, del que con razón se ha dicho que resulta tan enrevesado como sus ficciones. La vida secreta del novelista, como la llamó su biógrafo William M. Clarke, incluye un raro caso de bigamia, dado que nunca abandonó la soltería, y multitud de escarceos que tampoco eran infrecuentes entre los honorables miembros de la sociedad victoriana, pero si recordamos hoy al escritor londinense –de cuyo nacimiento se cumplieron doscientos años el pasado enero– es por una antigua debilidad que han compartido muchos otros lectores agradecidos. De hecho Collins, aunque bastante más joven, fue en su tiempo tan popular como Dickens, su amigo y teórico rival, en realidad editor y cómplice, a través de las revistas donde ambos publicaban sus narraciones por entregas, que en la edad de oro del feuilleton se difundieron a una escala desconocida. Con alguna otra excepción, sin embargo, en una producción marcada por la irregularidad y hacia el final por la decadencia, la posteridad le ha rendido homenaje por dos obras que se cuentan entre las más valiosas de su género, el de la novela de sensación, intriga o misterio. Siguiendo a Chesterton, Swinburne y Eliot, quien sostuvo que se debía a Collins y no a Poe, el padre de Auguste Dupin, la invención del relato policiaco, Borges supo transmitir su devoción por La piedra lunar, donde el autor trataba de la opiomanía que padeció en propia carne, y La mujer de blanco, que fue su primer éxito y preludiaba en el personaje del profesor Hartright –aunque es el sargento Cuff de la novela posterior el que pasa por ser el primer detective de la literatura británica– la figura del investigador privado. Disponemos de buenas ediciones de ambos títulos, en los que Collins usó el procedimiento, heredado de la narrativa epistolar, de contar la historia por medio de distintos protagonistas, que multiplican los puntos de vista y refuerzan la expectativa o lo que Eliot llamaba las posibilidades del melodrama, pero también de otras novelas que siendo menos redondas no han perdido encanto. Maestro del enredo, Collins tampoco descuidó el retrato de personajes y es justamente celebrado por su talento a la hora de caracterizar a los malvados, esos malos tan malísimos que resultan adorables. Muchas novelas de las llamadas populares ocuparon nuestros ocios de juventud, pero pocas como The Moonstone, en el hermoso título original, expresan tan bien la idea de una felicidad por la que no ha pasado el tiempo.

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