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La tribuna

Francis López Guerrero

Yeshua ben Yosef

JESÚS iba Jerusalén abajo, Jerusalén arriba, como un lunático, con la luna de Nisán marcada en su frente con un dibujo de neblina. Yeshua ben Yosef iba Jerusalén arriba, Jerusalén abajo con una idea fija y un logro inigualable: se había tragado de un bocado a Dios y le hacía la digestión en el extremo de las renuncias como un microorganismo exultante entre las vísceras que han de fenecer y pudrirse. Hizo pública, sin tapujos, la ingestión y digestión del Padre y hubo un momento crítico en que lo regurgitó, animal humano, entre marginados y leprosos, algún que otro romano perplejo y algún que otro judío escandalizado con su cosmos muy bien ordenadito. Para aplacar el desarraigo se sentaba a comer con los indeseables. Y en los días de zozobra, con un desgarrón desde el cacumen hasta el dedo gordo del pie, se asomaba al brocal del misterio y el Misterio era una mula, un buey y muchas lucecitas.

No obstante, Jesús iba Jerusalén abajo, Jerusalén arriba lleno de esperanza, cuando la esperanza era un canto íntimo, una segunda piel, la épica serena de los vencidos y humildes, antes de que los doctos la trastrocaran en categoría teologal. Cuando tragarse a Dios y celebrar su metabolismo por las calles de Jerusalén era un reto, antes de que los doctos lo instituyeran banal e industriosamente en el rito de la comunión. Yeshua ben Yosef ingirió y metabolizó a Dios artesanalmente porque era carpintero, pescador, sanador. Venía de las manos y volvía a las manos. Y con las manos clavadas murió Yeshua ben Yosef. Es lo que tiene el poder cuando lo señalan las palabras, te busca las manos y los pies perecederos.

Una mañana en Nazaret, siendo un niño melancólico y desconcertado, la Torá se le atoró. Abrazó a su madre, pan y carne eternos de los hijos. Le devolvió la gubia a su padre. Miró desafiante al sol con el oro, el incienso y la mirra en las manos y apostó por comerse a Dios de un bocado porque se sentía con las túrdigas de la existencia desencajadas y sólo se daba cuenta él: que la epifanía no paraba y el designio era infinito. Yeshua ben Yosef iba Yeru Shalom arriba, Yeru Shalom abajo. Lloraba en Getsemaní con hechuras de abismo. Y se le perdía el aliento en el Gólgota.

En aquel lugar tuvo la habilidad de rememorar sus días cutres de recién nacido (lo que entendemos por Navidad) y después de la triste y sombría experiencia del pesebre de Belén, y con el poso invencible que te da la muerte, cuando lo enterraron en el sepulcro, del que ni siquiera era propietario, decidió fugarse de allí al tercer día y dejar de ser telúrico y pobre para ser celestial y elevado.

Jesús el hijo de José hablaba, sentenciaba, parabolizaba y descuajeringaba los preceptos morales en arameo. No sabía ni papa de latín, que era la lengua del imperio. Como ahora lo son el inglés y alemán y emerge el chino. En el fondo los imperios se han forjado vulgarmente entre los que más y mejor han mercadeado. La lengua iba de comparsa involuntaria. Jesús el hijo de José era un palestino sojuzgado civilmente por el mundo global de Roma. Con ascendencia regia y divina, terminó sus días zarandeado en las andas del fervor y el repudio. Nació en el sur por imperativo legal, se crió en el norte y volvió al sur para morir desarrapado y ajusticiado.

Durante las fechas más entrañables, solsticio de invierno para los alternativos, reside en el Portal de Belén y gracias a él existen más belenistas que ciudadanos censados en Belén. Un tipo realmente singular. Nunca paseó radiante por Jerusalén, se movía con una tensa calma y con la sombra de la muerte en derredor, sabedor de su perdición si se salía del círculo orgánico y con la fe inquebrantable de la prostituta: por detrás del cuerpo vendido, algún día, en algún momento; por fuerza, por justicia poética, ha de aparecer el amor, amor, amor. La fe de Yeshua ben Yosef y la de María de Magdala convergen en el mismo punto divino y ese punto triunfal estaba por detrás, en el reverso.

El paraíso y la inmortalidad hay que levantarlos en el envés. Yeshua ben Yosef tenía una sed insaciable de infinito y sincretismo en un contexto de cortapisas y segregaciones. Por eso, sus seguidores para contentarlo, y en un altruista y sincero acto de generosidad y homenaje, le fabrican paisajes en miniatura donde caben los reyes y los pastores, el día y la noche, el agua y el desierto, la nieve; las rocas y el cartón piedra. Las estrellas y los estrellados. Un tipo realmente peculiar.

Con la misma sed de infinitud y unidad, no depreco. No imploro. Exijo, que Yeshua ben Yosef nazca otra vez al calor del poderío, en un estante recóndito de una gran superficie comercial y el primero que sea capaz de verlo, de todos los que vamos a pasar por allí, se lo lleve con disimulo a casa, por el bien común, y lo agasaje como a un hijo. Feliz Natividad. Feliz hallazgo.

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