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Las aulas y las letras

Pocas cosas predisponen más a favor de una clase que reconocer que no tenemos ganas

Arranco la clase con una confesión. Cuento a mis alumnos de primero de ciclo medio de Formación Profesional lo doloroso que me resulta, espiritual y casi físicamente, dedicar dos horas a darles clase. Se pasman. Les explico. Son dos horas en las que no leeré. Ahora, en vez de descubrir cosas nuevas y enriquecerme, me toca repetir lo que me sé de sobra. O sea, vengo a dar, cuando a mí lo que me gusta es recibir.

Este inicio tiene -diría- un efecto pedagógico. Primero, de cultura general. La lectura no es el último recurso del que está muerto de aburrimiento, sino una pasión de la que nos desgarra retirarnos aunque sea para volver más tarde. Borges explicaba que "el estudio de la gramática anglosajona era una experiencia tan íntima como […] enamorarse". El segundo activo pedagógico radica en exponer que las horas que el profesor les dedica con exclusividad tienen un valor-oro que se mide por el coste de oportunidad: una hora-Sócrates o una hora-Shakespeare.

Desde fuera, os parecerá abstruso o friki, pero la confesión establece una intensa corriente de empatía con los alumnos. Cosas diferentes, pero ellos también quisieran estar haciéndolas en vez de dando clase.

Por eso el más audaz propone: "¿Entonces por qué no nos vamos?". Risas, también mías, mientras saco la respuesta prevista con antelación y les explico que el cumplimiento del deber siempre implica un sacrificio. Hay una programación que dar, ellos tienen un título que ganar con el sudor de su frente y yo un sueldo que ganar con el sudor del de enfrente, o sea, de ellos. Se ríen y empezamos.

Ya no digo más, porque la confesión se haría confesional y soy muy respetuoso con la enseñanza laica que me corresponde dar. Otra cosa es aquí y siendo fiesta y además de todos los santos. Para mis adentros también recuerdo que mis alumnos son almas inmortales que no tienen nada que envidiar, ontológicamente, ni a Shakespeare ni a Dante. Merecen la reverencia camuflada en mi explicación profesional del accidente in itinere. Además, si Swedenborg conversaba con los ángeles en las calles de Londres, yo entreveo a los de mis alumnos sentados a su lado en las bancas. Ellos, tan formales como alados, esperan que me deje de lamentos y circunloquios, y explique a sus pupilos, que durante dos horas también lo son míos, alguna verdad, aunque sea jurídica. Porque todo lo que es verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo.

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