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Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

De bares, sus clientes, el ruido y el insomnio

No todo ruido es el mismo y molesta según quién lo haga. Parece que unos tienen más derecho que otros a hacerlo

Tal vez el silencio no exista", se plantea Gary Harkness, el protagonista de Fin de campo, la novela de Don DeLillo. Es la segunda del escritor neoyorquino, publicada en 1972. Su escenario es Estados Unidos, concretamente Texas, y la historia se desarrolla durante la Guerra Fría.

Pero hoy, aquí y ahora, en esta Sevilla de 2020, no es que tal vez el silencio no exista; es que hoy, aquí y ahora, en esta Sevilla de 2020, el silencio no existe.

Y así -es "un poner", que se dice, como podría ser otro- está ese bar que abre sobre las seis de la mañana y cuya clientela está compuesta mayoritariamente por albañiles que acuden a coger fuerzas para el tajo a base de cafés y carajillos. Parece que su condición de currantes madrugadores los legitima para hablar a voces y sin subtítulos en plena calle de un barrio que aún duerme (o lo intenta), y que el establecimiento, por acoger a estos curtidos y abnegados currantes, cuenta con licencia para ser el foco de todo el ruido que le plazca, pues no es uno de esos locales -éste es "otro poner"- que antes del decreto del estado de alarma tenía permitido el cierre algunas horas después de la una de la madrugada para dar de beber a noctívagos, al parecer gente de mal vivir pero colectivo igualmente compuesto por currantes que, al contrario que los del bendito sector de la construcción, tienen el final de su intensa jornada laboral a la hora de las brujas o más tarde. Este momento antiestrés en el bar de copas -maldita, y estúpida, denominación- siempre estuvo acústicamente vigilado y muy rigurosamente cronometrado por su propietario o encargado, no fuera que algún muy madrugador albañil (por ejemplo) tuviera su piso en las plantas superiores y su más que merecido y necesario descanso resultara alterado, con las terribles consecuencias que esa disrupción de su sueño en plena fase REM pudiera acarrearle al día siguiente encima del andamio. Este autocontrol también lo imponía -lo sigue imponiendo- la autoridad -policial, por supuesto-, mucho más puntillosa en su tarea de hacer cumplir la normativa a los garitos de sex and drugs and rock'n'roll -es un decir ¿dónde hay de esto?- que a los de tan gallinácea tertuliada matinal aunque a las horas en que ésta brota e invade los dormitorios de esos crapulosos trasnochadores dipsómanos aún no esté encendida ni una sola granja avícola.

Lo que lleva al insomne, con los ojos como los de una breca, a concluir que no todo ruido es el mismo ni está perseguido de la misma manera y que molesta y jode nada, poco o mucho según quién lo produzca, de manera que algunos parecen gozar del derecho a hacerlo y otros no. Lo dicho, el silencio no existe.

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