
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Fétido 'dèjá vu'
Una parroquia sin hermandad, después que la de los Gitanos se trasladara en noviembre de 1880 de la parroquia de San Nicolás a San Román. Unos devotos sin la imagen de su devoción, después que el Señor de la Salud los dejara. Un Cristo sin hermandad ni oraciones, después que la que fue poderosa corporación de Nuestro Padre Jesús Nazareno y Nuestra Señora de la Antigua, Siete Dolores y Compasión decayera hasta extinguirse entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.
Ninguna hermandad sevillana ha nacido para llenar tantos vacíos devocionales. El 11 de noviembre de 1880 el antiguo Cristo sin hermandad llegó a San Nicolás para ocupar el altar sin imagen del Señor de la Salud de los Gitanos, tomando su advocación. Durante 40 años recibió culto sin tener hermandad, otra singularidad, hasta que el crecimiento de la devoción cuajó en 1921 en una hermandad que se hizo cofradía en 1922, impulsada, en una de las historias más bellas de nuestras hermandades, por Pepe el Planeta, el corpulento jefe de cargadores del muelle cuya hija, desahuciada por los médicos, se curó después que la encomendara al Señor de la Salud. ¿Leyenda? No. Realidad que aquella niña contó muchos años después.
Nacida para llenar vacíos devocionales e impulsada por la devota confianza de un padre angustiado, de esta hermandad fue naciendo la cofradía –dorado paso con los únicos candelabros que dan luz a un Nazareno, palio azul verdoso y plata, varales rematados por las tórtolas de la Purificación, la ofrenda de los pobres que no podían permitirse la de un cordero– que, de tan sevillana, parece tener siglos.
Esta sevillanía me hizo apreciarla. El roce –tan importante en esta humanizada, cotidiana, próxima relación con Dios a través de las cofradías– me ha hecho quererla. Muchas historias se cruzan entre el Señor de la Salud, la Virgen de la Candelaria y yo. Una nieta casi recién nacida puesta entre los brazos de la Virgen. Una petición atendida. Oraciones ante los dos azulejos cuando, en los días más duros de confinamiento en los que solo se salía de casa, y con temor, para hacer lo imprescindible, fueron mis altares ante los que rezar, ventanas a través de las que me parecía ver las sagradas imágenes en la penumbra de la acogedora y hermosa iglesia –oro viejo de los altares, bosque rosa de columnas– que parece hacerse italiana en honor de San Nicolás de Bari. Así son estas cosas.
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