Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Que hablen los otros, qué error
Relatos de verano
Hay deseos que vuelcan la realidad, muertos que colean más que vivos, amores consumados en lo imposible. El espectro de Faustino aparecido en el monitor -el rigor de sus facciones, la mirada abisal, la boca disponible-, la imagen de un difunto, le habló a Candela de pasión más de lo que jamás había hecho ningún hombre de carne y hueso.
No era muy distinto a como lo había ensoñado. Definitivamente enjuto y triste, era en efecto de ojos oscuros y pelo rizado, aunque había en él algo arrogante, de niño consentido, y era más joven de lo esperado. Tenía aspecto de pasmarote veinteañero. Acaso tendría eso, veinte y pico, cuando murió. La muerte conserva intacta la mejor imagen de quienes se van. De haber seguido vivo, ahora sería el tipo perfecto. Pero si a ella no le importaba que su amado estuviese muerto, cuánto menos su amplia inexperiencia y su corta edad.
La epifanía de Faustino impresionó con fuerza a Candela. No pudo acabar la prueba. Bajó del escenario revuelta, cegada del impacto; a pie de escalera, vomitó. Las manifestaciones habituales del espíritu en forma de susurros y trucos de primerizo no la soliviantaban, antes bien, le erizaban el vello con gusto, la sacudían dulcemente. La viva estampa del difunto en cambio desatentó a la muchacha, amedrentándola.
En los días que siguieron, anduvo esquiva, molesta incluso. Ya no le hacía tanta gracia que los cacharros levitaran, ni la vista en CinemaScope del balcón, ni las cotidianas alucinaciones fílmicas. Harta estaba de encontrarse a Roger Rabbit en el baño y de que la niña de Poltergeist plantara su manazas en la tele. Volvió a salir con hombres vivos, a quedar más con la Sonia, a pasarse de vez en cuando por La Vega. Después de un largo tiempo ausente y eclipsada, la vecina y amiga parecía volver a la vida. Todos achacaron su racha ensimismada a la inhalación de los famosos vapores tóxicos. "Es el mal de celuloide, que acude a la endeblez" le regañaba doña Ana, convencida de que el caldo de puchero era el mayor remedio contra la melancolía. A nadie hasta hoy, salvo a Candela, se le pasó por la imaginación creer en el fantasma de la casa sobre el cine de verano. Faustino no era nadie sin ella; si lo alejaba de su mente el espíritu se desvanecería.
Con las últimas fuerzas, el alma en pena de Faustino hizo posible un milagro.
Sucedió a cámara lenta, en Cámara Lenta, un ciclo así llamado que habían montado unos amigos en el barrio. Lo que allí pasó fue decisivo para que Candela decidiera vivir de pleno aquel amor más fuerte que la muerte. Sólo pudo ser Faustino, con sus gestiones de ultratumba, quien hizo llegar a manos de la Sonia una hojilla de un nuevo ciclo de Cámara Lenta, dedicado a Fritz Lang. Quién sabe por qué a la Sonia -con la que estaba cayendo- se le antojó ir con Candela a ver Metrópolis; ni por qué insistió -con lo tarde que era- en quedarse juntas un rato más para ver una rareza: un fragmento de copión de una película de Ignacio F. Iquino que nunca llegó a montarse, Paquete, el fotógrafo público número 1. Candela casi se muere al ver en la pantalla el título de la cinta. En el año 38, su abuelo José María participó en el rodaje de una comedia que nunca se llegó a estrenar, Paquete, protagonizada por Paco Martínez Soria y Mary Santpere. Eso le había contado muchas veces su padre, al que nunca creyó del todo, pues venía de familia la afición a inventar novelerías. El abuelo era un fantasioso que, por soñar despierto, se sacó "el carné de artista" de la CNT. A José María se le iba el día imaginándose de galán y fue al retratista incluso a hacerse fotos de apostura para regalar a hipotéticas admiradoras. La única vez en la vida que viajó a Madrid fue para participar de extra en Paquete, el fotógrafo público número 1. Eso fue justo antes de lo del campo de concentración en Torremolinos, de la evasión frustrada con el brigadista, el paseíllo hasta la playa y todo lo demás es agua; antes de que la abuela, viuda y loca, arrojara en furia aquel carné delator a la candela. Candela…
…Candela aquella noche vio por primera vez a su abuelo en movimiento. Allí venía, hacia ella, a cámara lenta, saludándola desde el fondo del plano y de la historia, aquel hombre que ni ella ni su padre llegaron a conocer.
Desde esa misma noche Candela rezó, hizo libaciones e invocó con todas sus fuerzas a Faustino, que no tardó en presentarse, esta vez en sueños, sin más pompa ni retóricas de profecía que la de decirle a su niña: "Amor, estoy en ello". Que no era tan fácil eso de aparecerse, aunque todo está listo, o casi...
La loca de Candela y el fantasma de Faustino han quedado. Tenían pendiente un pacto. Arden de ganas de ajustarse las cuentas, de cumplir su alianza en cuerpo y alma. De fundirse, aunque sea a negro. Para la ocasión, ella se ha comprado un sombrero. Él se nota nervioso, quedan pocas horas para el encuentro y aún no ha conseguido hacerse carne: encarnarse. Pero sí promete al menos hacerse imagen: imaginarse.
Todo está ya preparado. Candela viva y Faustino, el alma del cine de verano, están a punto de encontrarse. La cita es esta noche. En el armario, frente a la luna, entre las grietas del cristal, por los reflejos del espejo. THE END.
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