Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

La dulzura del esfuerzo

¿Acabarán los algoritmos y Silicon Valley costeando nuestras pensiones

Surgen con cierto ímpetu voces críticas con el encantamiento con ciertas palabras y expresiones hechas mandatos. Como con los dogmas de corte economicista y, en concreto, laboral, que imperan desde –digamos– la posguerra civil española, el desarrollismo, la Transición o el yuppismo de los 90. Productividad es uno de esos griales del management, que, bien mirado, contiene una paradoja: dado que ella se define como el cociente entre lo obtenido y lo empleado para ello, si consideramos las horas como denominador, cuantas más horas se trabajen, mayor es el riesgo de ser improductivo: el echahoras suele ser improductivo. Pero quizá la locución de púlpito pedagógico más exitosa sea cultura del esfuerzo, que algunos –carentes de hemeroteca– se atribuyen en su pasado ideal... para negársela a los mozos vigentes.

También en flagrante paradoja, juntar cultura y esfuerzo es como mezclar Vega-Sicilia y gaseosa: diga usted que el esfuerzo y el trabajo dignifican, santifican, hacen libres o –sin más– que son importantes para el beneficio; no es pecado decir las cosas llanas sin hacerlas líricas. Aceptemos cultura del esfuerzo, cultura del potaje o cultura del pádel como verborrea de compañía. Recuérdese, no obstante, que la palabra trabajo proviene del latín trepalium, en alusión a los “tres palos” de un instrumento de tortura romano. Sí, trabajar motu proprio y abstraerse en pleno flujo productivo son grandiosos placeres de la vida: que te den las horas haciendo lo que quieres y hasta la extenuación es una bendición. Dejar a tus hijos y a todas tus naves en tu país para cuidar ancianos en otro continente toda una cosa diferente. Trabajos los hay como los colores: la gama es infinita. ¿Veremos cómo se volatiliza todo esto con la IA? ¿Acabarán pagando nuestras pensiones Silicon Valley o los algoritmos?

(Buscando un café, entré en un bar sobre las 11:30 de la mañana. El titular y único empleado me advirtió que estaba cerrando, y hasta el día siguiente: cuatro horas al día echaba en su establecimiento. Era su horario; cuidaba a su padre y hacía “las cosas de su casa”. Me retrotraje a una tienda de modas de Carnac, en Bretaña. En la puerta había una pizarra emborronada de tanto cambiar de horarios, y en la que con tiza se avisaba, por ejemplo, de que el jueves abría de 10:30 a 13:00 horas, y que por la tarde estaba cerrado; domingo hasta martes, fermé. El anarcocomerciante vivía como un obispo sin archidiócesis. Más productivo, quizá sea difícil. Con tiempo para la cultura y, más aún, para libar la dulzura del vivir.)

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