La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
El otro día vimos a varios fiscales aplaudiendo –con la mano blanda, eso sí– al fiscal general del Estado cuando entraba en el Tribunal Supremo. Habrá quien piense que fue un noble gesto de camaradería, pero más bien deberíamos interpretarlo como un deplorable gesto de servilismo. Si querían darle ánimos, lo mejor era enviarle en privado un mensaje de apoyo. Pero esos fiscales quisieron ponerse allí, a la vista de todo el mundo, para que quedara muy claro que ellos estaban al servicio del fiscal. Eran sus subalternos. Y como tales, tenían que expresarle su apoyo. En otro tiempo, esos fiscales se habrían negado a caer tan bajo: por pura dignidad personal, por puro orgullo profesional, no habrían querido participar en esa pantomima. Pero allí estaban ellos. Sabían muy bien que los estaban filmando, y justo por eso estaban allí, en el Tribunal Supremo, aplaudiendo a su jefe con la mano blanda. Qué imagen, Dios santo.
A medida que se acerca el cincuentenario de la muerte de Franco –del que casi nadie se acordaba hace quince o veinte años–, están resucitando unos especímenes sociales que creíamos olvidados: los pelotas, por ejemplo (y ahí tenemos a los fiscales de las manos blandas), pero también los enchufados y los pícaros y los conseguidores y los que gritaban “¡Usted no sabe con quién está hablando!”; es decir, toda esa fauna social que quedó retratada en las películas de Berlanga y a la que dieron vida los incomparables José Luis López Vázquez y Tony Leblanc y José Luis Ozores y tantos y tantos más. Creíamos que todos esos personajillos estaban ya desaparecidos por pura decrepitud, pero ahora resulta que están más vivitos que nunca. Las querindongas colocadas en un ministerio, los pelotillas inclinando servilmente el cogote frente al jefecillo de turno, los pícaros que campan a sus anchas robando dinero público, los hermanos enchufados en una Diputación o los conseguidores como Aldama o la pareja de Ayuso haciendo negocios que parecen de los tiempos del estraperlo: ahí están todos, más presentes que nunca. A ver si de tanto celebrar el final del franquismo, lo que hemos hecho ha sido resucitar sus peores manejos y sus peores personajillos. Ni Frankenstein lo habría logrado. ¿O era Franconstein?
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