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Doctor en Historia del Arte

El hombre que vino a esculpir a Dios

Fui descubriendo a aquel maravilloso escultor de nombre Juan Martínez Montañés

Hay algunos hechos a lo largo de nuestra vida que no dejan constancia en ningún documento, en ninguna crónica, en ningún testimonio gráfico en el momento que ocurren.

No le damos valor, es el presente incierto que vivimos continuamente, pero que por alguna extraña razón recordamos recurriendo a una memoria que despierta por alguna circunstancia especial.

Recordé aquel día como si fuera ayer, como si no hubieran pasado varias décadas desde que descubrí de niño a aquel hombre que me enseñó el sentido de la belleza; la sensualidad emocional que subyace en cada una de sus obras.

Era un día de otoño, una de esas tardes en las que la magia de la luz solar queda impregnada entre las múltiples callejuelas y el gentío invade los aledaños del Salvador. Había comenzado mi primer curso en el colegio San Francisco de Paula y en las clases de don Juan Plata del Pino conocí la historia de un hombre que, padeciendo por el rigor de los pecados del género humano, había portado una cruz hasta el monte donde iba a ser crucificado.

Fue tal mi sorpresa cuando lo vi por primera vez, que me agarré con mi frágil mano a mi madre, asombrado ante la belleza incalculable de la soberbia talla de madera que presidía el antiguo altar que había pertenecido a la Compañía de Jesús, en la Iglesia del Salvador. Desde aquel momento ha estado presente en mi vida, nunca olvidaré su nombre, Jesús de la Pasión.

Pasaron los años, pero en mi interior, en mi anhelo por conocer, fui descubriendo a aquel maravilloso escultor de nombre Juan Martínez Montañés que, nacido en Alcalá la Real en 1568, marchó a Granada al taller de Pablo de Rojas, para ubicarse definitivamente en Sevilla en 1584 hasta su muerte en 1649, habiendo siendo víctima de la peste que azotó a la ciudad.

Y es que recorrer la ciudad era encontrarse en muchos momentos con la huella del genial creador. Los soberbios retablos conventuales de Santa Clara, Santa Paula, San Leandro o San Isidoro del Campo eran inigualables, por la majestuosidad de sus tallas, unidos a la infinidad de imágenes exentas dedicadas al Niño Jesús o sus Inmaculadas, o el famoso Crucificado de la Clemencia de la Catedral de Sevilla.

Ojalá algún día pueda contar a mi hijo, a los pies del monumento que realizó Agustín Sánchez Cid, quién fue aquel genial hombre. Ojalá pueda contar a su madre que, cuando triunfaba Monteverdi en Europa, había surgido en Sevilla el Dios de la madera. Ojalá pueda contarles, que en el año 2019 Sevilla se volcó con su artífice en una grandiosa exposición. Ojalá pueda descubrirles quién fue el hombre que vino a Sevilla para esculpir a Dios.

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