
NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Volverán las plegarias al dios de la lluvia
Los aficionados a la novela negra dicen que James Ellroy es un grande, uno de los mejores escritores del género de todos los tiempos, a la altura de Dashiell Hammett o Raymond Chandler. Y no seré yo el que lo ponga en duda. Sin embargo, lo que parece claro es que no es un caballero ni las prefiere rubias. No lo puede ser el que está de gira por los periódicos españoles –incluido este– insultando cual metralleta a la difunta Marilyn Monroe. Imagino que este desahogo de hidalgüelo provocará la risa del Ellroy y los que, como él –probablemente la mayoría–, consideran los códigos caballerescos algo ridículo y de pasados tiempos heteropatriarcales, pura fantochada machista. Aunque también soy consciente de que a muchos nos ha dado ganas de desenvainar la toledana cuando hemos escuchado el rosario de improperios dedicados por el autor de La Dalia Negra a la que fuese sex symbol para la generación de nuestros padres: “estúpida”, “superficial”, “pretenciosa”, “interesada”... Buena lanzada a moro muerto la de este Ellroy, que viene a Sevilla como “estrella invitada” (Monroe sí que lo era) al Hay Festival.
Si defiendo el honor de la difunta no es por pura mitomanía. Hay otras figuras elevadas a los altares de la contemporaneidad a las que no dedicaría ni un segundo de mi tiempo. Pero insultar a Marilyn es como acuchillar una Madonna del Cinquecento. ¿Qué importa que la modelo fuese una prostituta si lo que representa, además de lo evidente para los católicos, es el eterno femenino? Marilyn expresó lo contrario, la brutalidad carnal de la hembra. Si en los años sesenta se produjo la liberación sexual femenina fue en gran parte a que existieron “tontas del bote de los cincuenta” como Marilyn, que se bebieron todos los alambiques al norte de Río Grande e inflaron los ánimos de los machos del orbe. No iré a sus grandes comedias (como Los caballeros las prefieren rubias o Con faldas y a lo loco, títulos en español que parecen como escritos por Edgar Neville), me quedaré en ese drama final dirigido por John Huston, Vidas Rebeldes, en el que es difícil no saltar del patio de butacas para intentar devorar una pantalla en la que Marilyn lo llena todo.
Probablemente James Ellroy tenga razón y la Monroe era un espantajo. Pero al menos podría sentir piedad por una mujer evidentemente desnortada, que solo tuvo su físico y sus dos neuronas en un mundo de tiburones hambrientos. Solo por eso merece la pena lanzar este guante al rostro del escritor.
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