
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Falla algo más que la falta de camareros
La aldaba
Sevilla es una ciudad transparente. Todavía no sabemos cómo no estamos en esos rankings que elaboran esos despachos que llevan una & en su denominación comercial, expiden tarjetas para un jefe máximo rebautizado como CEO y dan la vara para conseguir plaza en el sitting de los foros de influencia de la ciudad. El sitting es la expresión más estúpida que se puede oír en los últimos años después de la de CEO. Se trata de que todos los barandas de medio pelo tengan una silla preferente en los actos a los que pretender acudir para que se evidencie que son... barandas. Porque nunca dejarán de ser barandas, sobre todo porque cruzan las piernas y sus calcetines cortos de Emidio Tucci dejan entrever la pelambrera de las extremidades inferiores. ¡Qué horror! En Sevilla se nota rápidamente cuando alguien quiere destacar por algún motivo, cuando alguien es un cateto que ha buscado una señora pija para que le asesore con las camisas a medida, aunque al susodicho le sientan ciertas prendas como la alta velocidad a los traslados de un vía crucis; cuando alguien quiere ser hermano mayor y despliega de forma repentina una frenética agenda social, cuando alguien desea aparentar que está en la pomada económica, pero vende la casa de tronío y se marcha a un piso alquilado en zona cotizada... Aquí somos cuatro gatos (miau) y todos nos conocemos. Sevilla se cree las mentiras ajenas porque en el fondo sabemos convivir. "Te invito a la bendición de mi nueva casa, nos la hace el cura que ahora pretende pastorear a la jet". Y resulta que el nuevo inmueble es arrendado y que el cáterin contratado es para 25 personas cuando acuden 85. Busquen bar a la salida para tomarse un bocata de salchicha porque el exceso de vino cosechero juega malas pasadas. Pero aguantamos, nos callamos y seguimos adelante. La importancia está en el sitting. Esto es, en el estar en el sitio. Si el anfitrión es un fatuo, un sieso, un cateto, un venido a menos, un inquilino que dejó de ser propietario por no pagar la hipoteca en el banco, un mentiroso compulsivo que cuenta chistes para ejercer de agradaó o un obsesionado con entrar en ese oscuro objeto del deseo que se llama Sevilla... Eso es un problema de quien así lo siente. La gente vive en otra onda, con otras inquietudes y con más libertad que esa legión de la Sevilla absurda de las ocho de la tarde que solo se preocupa de estar donde no les han invitado, de aparentar lo que no son ni serán, de disimular lo indisimulable y de hacerse la foto con un catavino en la mano como símbolo de triunfo social. Sevilla es tan generosa que permite que ciertos personajes parezcan felices, como aquel alcalde que trató de aprender a jugar al golf en el club donde los señoritos (crueles) se reían de su torpeza desde detrás de la cristalera y luego preguntaban si se le exigiría el pago de la cuota de ingreso... porque ya no era alcalde. Y después se quejan de que los sevillanos somos cerrados, cuando aquí cabemos todos. Dejamos que los mindundis parezcan ricos, que algunos curas se retraten en una continua dolce vita y que los que mandan de verdad no salgan en las placas.
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