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mundo viejuno

Francisco Andrés / gallardo

El móvil de los yogures

CHÚPATE esa Steve Jobs, allá donde estés. Técnica pura del libro de Experiencias, aquella asignatura de EGB donde se apretujaban las ciencias escolares. Con dos vasos de yogur, dos cerillas y un hilo pudimos confeccionar nuestro primer teléfono. Analógico, por supuesto, con un poquito de maña y pidiendo permiso para hacer el agujerito con un cuchillo. Sin pantalla ni apps. Pero nos parecían vasos comunicantes de ensueño. Un amigo en la punta de una habitación y nosotros, en la otra. El vulgar hilo se convertía en transmisor de estas primeras conversaciones a distancia. A tres metros. El teléfono de los yogures nos llegó a ilusionar más que un Iphone a nuestros herederos. Un velado profeta de los móviles, cacharros que pertenecían a la ciencia ficción espacial. El teléfono de nuestra niñez, el de verdad, era algo serio. Era un medio lujo que había que pedir con años de antelación para tenerlo en casa y presumir ante las amistades. En primer lugar por tenerlo; en segundo por haberlo conseguido; y en tercero, por poder mantenerlo. Nuestro experimento escolar de telecomunicaciones nos sirvió para entretenernos un ratillo sin sospechar que algún día asistiríamos en primer plano a la revolución telefónica.

El siguiente paso infantil en ese camino sería el walkie talkie, el radiocomando, un juguete electrónico de postín con el que podíamos emular, entre interferencias, a Los hombres de Harrelson. "TJ, al tejado. Cambio", ordenábamos en cuclillas entre dos coches con la antena inhiesta y el código morse en el frontal.

El móvil era entonces un invento imposible, como el zapatófono: una broma del Superagente 86, de Mortadelo y Anacleto, nuestros agentes secretos favoritos. Lo del "teléfono celular" que salía en los coches de las películas eran cosas de los americanos. Nuestra telefónica, la de La cabina, era todavía rupestre, insufrible y nada portátil.

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