PARA llegar a mandamás del fútbol tienes que tener las maneras de un refinado embajador, la astucia de un mercachifle turco y el estómago de un pocero. Gianni Infantino reúne todas esas cualidades, como en su día Blatter o Havelange. La pinta de entregar unas credenciales diplomáticas con la mano izquierda mientras estrechan la derecha con el mismísimo Satanás.

Los numerosos directivos de la FIFA condenados por poner el cazo en la oscura maniobra que llevó el Mundial hasta un país tan discriminatorio como Qatar lo oyeron desde la distancia: Infantino usó la desgastada táctica de reñir antes de que te riñan. Como esos jugadores pícaros y callejeros que sueltan la artera patada y luego se agachan a recriminar al agredido que se duele. Lo de denunciar a los europeos por su trato al inmigrante para blanquear las rojas cifras teñidas en sangre de los muertos en los estadios e instalaciones qataríes estuvo a la altura de aquella ocasión en que el dirigente suizo justificó los Mundiales bianuales en que serían un remedio “para que los africanos no tengan que cruzar el Mediterráneo”.

Quizás él se arrogue tal poder porque se sienta a la mesa y les habla de tú a tú a jefes de Estado que ignoran los mínimos valores democráticos mientras engordan sus cuentas de ocho o nueve cifras en paraísos fiscales.

O quizás se sienta legitimado a reñir a los jefes de Estado del hipócrita primer mundo porque sabe de primera mano que también en los países de sólida democracia fluyen bajo la esfera pública inmundas cloacas.

O quizás se sienta tan, tan poderoso Infantino porque sabe que al final, los amantes del fútbol, entre los que se encuentra el denunciante que firma estas palabras, nos vamos a tapar la nariz y nos sentaremos como niños delante de la televisión para ver un Ghana-Corea del Sur o un Canadá-Marruecos. Que vamos a pasar por ese aro retorcido como un ocho que nos llega de... Qatar.