Paseos por la Sevilla feúcha

05 de febrero 2025 - 03:07

Pudiera parecer una pose, la salida en off del esnobista, casi siempre abrigado intramuros (lo admito), y que de vez en vez andorrea por la Sevilla desabrida para flirtear un rato con las musas más enjutas y feas. Hasta nueva orden (herido ya en pies y rodillas), la naturaleza me ha concedido dos patas agraciadas para andar sin rumbo ni apenas descanso.

Andar es como meditar: la mente se acalla y se encala, quedándose en blanco. La Sevilla no monumental ni agraciada nos da una lección de moral precisamente porque no nos la brinda. Hay que saber descifrar lo que el cemento, el asfalto y el granito te insinúan en los espacios duros, allí donde las torres de pisos, las plazas grises, los terrenos hueros, los largos soportales, los espacios sin árboles.

Hace ya muchos años, mientras escribía reportajes urbanos para El Mundo (disculpen la autocita), sufrí varios stendhalazos en los sitios más insospechados. En La Papachina viví una sublime parálisis entre naranjos enfermos. Por la avenida Ciudad de Chiva del Parque Alcosa, bajo bloques de pisos, imaginé las vidas que uno se estaba perdiendo si miraba atentamente a las ventanas del prójimo planta por planta. De Tablada hacia la esclusa me dejé perder entre calicatas, asfódelos, quitamiedos y carreterillas sin alma que se perdían por lontananza en alguna que otra cinta imaginaria de David Lynch. Bajo pisos colmeneros siempre me he sentido parte de sus cimientos, ya fuera por Santa Cecilia, Rochelambert, la barriada Virgen de los Reyes o Amate. Descifré los sortilegios de la Carretera Amarilla como quien se adentra en la vida alterna de los polígonos industriales un domingo por la tarde. Y por la desalentadora avenida de Carlos III, entre lo más inhóspito de la Cartuja, deduje lo ya sabido de que el sentido de la vida es su sinsentido, lo dijese Emil Cioran o el muy serio Paco Gandía en el retruécano de un chiste épico.

Uno se vuelve como esos paseantes que el judeo-argentino Sergio Chefjeq recreaba en sus novelas sobre andarines urbanitas. Sus pasos trazan una existencia inconexa. Dice Vicente Valero en su precioso El tiempo de los lirios, donde viaja a la región de Umbría, cuna de San Francisco, que il poverello de Asís acabó convertido en lo que no era, cual monje urbano. Hizo prédica de ciudad en ciudad, se subía a rocas y peñascos por su corta estatura y predicaba a los pájaros para explicar que Dios era la alegría y no el tormento castigador. Sonará bobo o petulante, pero a uno le gustaría que los pasos por la Sevilla feúcha levitaran y se hicieran pájaros a los que predicar en tiempos oscuros.

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