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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

No todos podemos tener un club de golf en casa

La sequía hace muy difícil mantener las fantasías domésticas de aguas turquesas y verdes prados

Una urbanización del Aljarafe.

Una urbanización del Aljarafe. / DS

EL campo está pardo como una capa de ciego. La sequía impone su manto pajizo y sólo hay que darse una vuelta por montes y dehesas para ver sus paisajes solanescos, noventayochistas, resecos, amarronados, sin ninguna concesión al verde. Con o sin cambio climático, las sequías siempre han sido un desagradable fenómeno que nos toca conllevar cada determinado periodo de tiempo. Muchos recordamos los grifos secos y las bañeras medio llenas de agua amarillenta de las mayores carestías, antes de que Soledad Becerril se empeñase en la construcción del Pantano de Melonares. 
Necesitamos gastar menos agua, pero uno de los problemas actuales es que hemos construido una ciudad que requiere consumos exagerados y superfluos del líquido elemento, con piletas por doquier y una jardinería que, pese a los avances en sistemas de riego “sostenibles” (con perdón), son esponjas insaciables. El césped y la piscina son consecuencia de ese urbanismo californiano que se puso de moda en Sevilla a partir de los ochenta. Antes, sólo los muy acomodados disfrutaban de estos elementos sacados del american way of life, que nos remitían a un mundo más cómodo y saludable, en el que la vida urbana era compatible con la naturaleza, aunque ésta estuviese sumamente compartimentada y domesticada. En todas esas urbanizaciones del Aljarafe –especialmente en las más antiguas y hermosas, como Simón Verde o Colina Blanca– habita un viejo sueño naturalista, alimentado en unos años en los que la muy cercana Doñana aún no estaba dando sus últimas bocanadas. Pero llegó la masificación del fenómeno y hoy se hace muy difícil seguir manteniendo las microfantasías domésticas de cada uno, los pequeños paraísos de aguas turquesas y los prados de color esmeralda. No todos podemos tener un club de golf en nuestra casa. Como en tantos otros asuntos, quizás la solución esté en mirar al pasado, retroceder del chalet al espíritu de la villa, esas construcciones Belle Epóque en las que el césped brillaba por su ausencia y el chapuzón se daba en una alberca que servía para regar los frutales y árboles varios que daban frescor a la parcela. Cada vez se ven más casas que han renunciado al césped para plantar huertos y arboledas con especies que consumen poco. Siempre será mejor que el tradicional y horroroso enlosado (la versión doméstica de la plaza dura) o el césped artificial, una fórmula que sólo consigue arrojar cada vez más plástico a un planeta que ya tiene sus sumideros atorados. Los acuíferos no aguantan más piscinas ni más greens.

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