La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Tablada, zona libre de pelotazos
Lo primero, en Antonio Hernández, era su dicción precisa, meditada, de poeta. Luego venía la alta emoción del sur, su rubio linaje gaditano, de Arcos de la Frontera, donde tuvo su atalaya infantil, donde tendrá su último reposo. Uno piensa que Antonio Hernández fue un hombre afortunado, que llevó, no obstante, sobre el pecho, el oscuro galardón de una pena familiar y antigua. Ese es, sin duda, uno de los impulsos acuciantes que conformaron su obra. Otro es el amor, que encarnó en su mujer, Mariluz, de forma tan azarosa, de un modo tan insólito, que aún parece una feliz y misteriosa argucia del destino. Una tercera fuerza motriz, a un tiempo mineral y humana, es la melancolía y la ensoñación de su tierra andaluza. En Antonio Hernández lo andaluz fue un rubro universal, una categoría poética, que privilegiaba al sur sobre el resto de España.
Cuando gana el Nacional de Poesía con Nueva York después de muerto, no hará sino vindicar a dos poetas andaluces, erróneamente avalorados. Uno primero es su maestro y amigo Luis Rosales (el título del libro es el de una futura trilogía que Rosales no llegó a componer), cuya humanidad elocuente, generosa y erudita sale aquí salvada de la grosera maledicencia; otro es el propio García Lorca, cuyo extraordinario temblor lírico hoy parece consignarse entre las artes menores de la bisutería poética. Fueron, por otra parte, Antonio Hernández y Félix Grande quienes emprendieron la enorme tarea de publicar la obra completa de Rosales en la editorial Trotta. Y era común su elogio de poetas andaluces como Julio Mariscal, Manuel Mantero, Antonio Burgos, Rafael Montesinos y muchísimos otros que no es posible enumerar ahora. Hernández, que fue un excelente narrador (véanse su Sangrefría y Nana para dormir francesas), solía recordar con gracia afectuosa cómo conoció a su gran amigo, el escritor Luis Berenguer, padrino de su hija Violeta, y las insólitas divagaciones de su “compadre”, el poeta Claudio Rodríguez, quien apadrinó a Miguel, su segundo hijo. Con Javier Reverte mantuvo una sólida y emocionante amistad, fundamentada, creo, en una mutua admiración literaria y un entusiasta amor al fútbol.
No en vano, Antonio Hernández consideraba al Betis –El Betis: la marcha verde– algo así como un heraldo de lo andaluz, donde cristalizaron el pundonor y el orgullo de los humildes. Andalucía fue en él una joya purísima y ajada. “Yo vine desde el Sur / a dividir mis panes y mis peces, un día”. Tanto tiempo después, el poeta ha regresado al Sur. Volveremos a vernos, maestro.
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