
NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Volverán las plegarias al dios de la lluvia
Auna exposición le pasa lo mismo que al gran teatro del mundo. Uno se tiene que enfrentar a una oferta donde hay cosas mejores y peores, zurbaranes refinados y toscos anónimos, pero no siempre se queda con lo oficialmente excelso. No por torpeza o ignorancia, sino porque hay cuadros (o personas, o libros, o ciudades) que, pese a sus limitaciones, nos llaman poderosa e inexplicablemente la atención. Es la manidísima frase de Blaise Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Visitamos –con evidente retraso– la exposición Del Greco a Zuloaga. Obras maestras del arte español en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, que reúne en Sevilla 26 cuadros y dos esculturas de una de las pinacotecas más ejemplares de España. Hay una Sagrada Parentela espectacular de Herrera el Viejo; un retrato de Goya del que fuese su amigo del alma, Martín Zapater; una pintura de brochazos trepidantes de la Maestranza, de Fortuny; una Anunciación del Greco que justifica toda una vida... Sin embargo, si me hubiesen dicho coge un cuadro y sal corriendo como el pequeño héroe de Los 400 golpes, hubiese elegido un pequeño cuadro rococó del artista valenciano José Camarón, Dama leyendo una carta. Y lo haría por las mismas razones que se explican en la cartela, porque es una escena envuelta de “ensoñación y romanticismo”, por esa alusión que hace a los “coqueteos y desengaños” de la vida, por su “sensualidad y picardía”, por ese ideal que encarna de una “feminidad culta, sensible y ligeramente melancólica”. Pero también por otro aspecto que no se incluye en la nota explicativa: por ese diálogo silencioso que se establece entre la señora-lectora, vestida y, sobre todo, peinada como si acabase de salir de una suite de Versalles, y la criada, ataviada a la española y en una pose que desvela que, en la intimidad, ambas mujeres son buenas amigas y confidentes por encima de las convenciones sociales y los roles que el destino les ha asignado. Debe ser eso que llaman ahora sororidad, algo que por imperativo biológico uno desconoce, pero que debe ser muy parecido a la fraternidad entendida como algo personal e intransferible, sin el sentido universal y militante que le dieron el cristianismo y las revoluciones contemporáneas. Una amistad, digamos, a lo Ancien Régime, sin manifiestos ni barricadas, solo dos personas entre las que saltó el chispazo del entendimiento y la camaradería, aunque el escogido no fuese ni el mejor, ni el más fuerte, ni el más rico, ni el más listo, ni el más guapo. Simplemente un amigo.
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