La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las tatas del poder
Quien ha vivido de pequeño en una casa con azotea guarda en su memoria el mito de ese lugar casi prohibido donde te reñían sin parar y en el que todo era un disfrute: subir haciendo mucho ruido por sus escaleras de madera, rozar con las manos sucias la ropa blanca y húmeda, hacerte el fantasma metiéndote debajo de las sábanas, montar de cordel a cordel de los tendederos imaginarias tiendas de campaña, jurar bandera con las toallas, pintar en el suelo un tocaté y saltar a la pata coja, pellizcarte la piel y alargar tus dedos con las pinzas, asomarte al pretil que no debías, desaparecer durante horas con un libro por un pequeño enfado mientras todos te andaban buscando. Las azoteas eran en la casa lo más cercano al peligro, al placer. Un pequeño reducto de libertad que había que conquistar no sin dificultades.
La mayoría de las casas actuales ya no tienen sus cubiertas practicables. Las azoteas han sido sustituidas por superficies de pintura asfáltica en las que se acomodan los aparatos de aire acondicionado, las antenas, salidas de humos y demás servidumbres de nuestros edificios modernos. Los niños de hoy en día con sus cuartos propios probablemente se subirían con su móvil a la azotea y no verían nada de lo que cualquier niño de mi época veía entonces.
Ahora, la mayoría tendemos en un tendedero portátil o bien en los patios interiores comunitarios que también tienen su aquél. Apenas te asomas recibes la información más delicada e íntima que nadie estaría dispuesto a contar a esta vecina indiscreta en la que me he convertido. Justo enfrente, un matrimonio generoso ayuda a unos jóvenes migrantes que forman un equipo de fútbol y, en su tendedero uniformado, luce la equipación lavada con esperanza y bondad. Al lado, una señora mayor habla a gritos mientras su flemático gato me mira en busca, como yo, de distracción. Junto a él toda la ropa habla de vejez, cama y cansancio. Más arriba una abuela cuida de sus nietos durante la semana y los cordeles se llenan de bañadores de distintas tallas y de toallas con superhéroes. Un piso se mantiene vacío y en su tendal permanecen dos pinzas de plástico cristalizadas del anterior inquilino. A través de la ropa interior imagino el verdadero carácter de cada uno de mis vecinos. Como los grandes almacenes, los patios interiores cambian de temporada y se adelantan colgando sus trajes de gitana para la feria o sus mantas y edredones para el invierno. Ya saben, si quieren conocer a alguien, vayan a la casa de enfrente y miren su tendedero.
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