La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
Oímos y leemos comentarios de todo tipo sobre el acceso de los jóvenes a la vivienda, a su primera casa. Son muchos menos sobre la última vivienda, la última casa en la que vamos a pasar los años finales de vida, solos o acompañados y en algunos casos en precariedad de salud y economía. Las generaciones por encima de los 75 años suelen tener una vivienda en propiedad, por modesta que sea y una pensión media para poder pasar. Menos mal que no oyeron los cantos de sirena del alquiler y compraron con hipoteca, que les permite tener un techo, que hoy no podrían pagar sólo con la pensión y mucho menos si son viudas. La última casa en la que, presumiblemente, una persona pasará el final de su vida, ha adquirido un sentido complejo y muy profundo en la actualidad y más en un futuro próximo. Tanto por los cambios ocurridos en las familias, como la mayor esperanza de vida y la atención a la vejez. Trasciende la simple cuestión de la vivienda para convertirse en un símbolo de autonomía, cierre de ciclo y de calidad de vida en la etapa final.
Y de eso va la atrayente novela de Arantxa Urretabizkaia La última casa. La autora nos muestra que la manera de envejecer ha cambiado y que necesitamos crear nuevos relatos, nuevas imágenes de los años finales de nuestra vida. La búsqueda de un último lugar. Si la vejez se puede vivir con más independencia, la elección de la última casa es un acto de afirmación personal. Refleja la voluntad de cada uno de decidir dónde y cómo quiere vivir su final, en contraposición a las costumbres heredadas, donde el cuidado era casi exclusivamente asumido por la familia. Valoramos que ese lugar final esté diseñado para la comodidad y la seguridad en la edad avanzada y apreciamos asuntos como la intimidad, la iluminación, el silencio y la facilidad de movimiento. En el pasado, la muerte era un asunto familiar que ocurría en el hogar. La modernidad la tecnificó y la llevó a los hospitales. La elección de esa última vivienda también es un intento de recuperar un control sobre el proceso de la muerte, buscando un entorno propio y cómodo donde se pueda recibir cuidados paliativos en un ambiente más humano que el hospitalario, si esa es nuestra voluntad.
En esencia, la última casa simboliza el deseo de vivir el final de la vida en los propios términos, manteniendo la dignidad y la identidad personal hasta el último momento, a pesar de los desafíos que imponen la soledad, el aislamiento y la fragilidad del cuerpo. La forma tradicional de envejecer ha experimentado una transformación profunda que busca reemplazar, en lo posible, la visión de declive y dependencia por una de plenitud, participación y bienestar. La casa, en general, es el reflejo de la vida que uno ha construido. La última casa es la manifestación física de los valores y elecciones que se mantuvieron hasta el final.
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