NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
La sacralidad de las formas y ritos infunde confianza, visualiza lo invisible, escenifica el poder. Lo sabe la Iglesia, lo sabe la corona británica y lo sabe la administración de justicia. Cierta teatralización da verosimilitud y caracteriza la superioridad de algo tan increíble como la existencia de un Dios hecho hombre, de un rey o de un juez. Ayuda a perdonar en su naturaleza humana, debilidades y flaquezas. La autoridad precisa su máscara, su artificio, su simbología para sostenerse. Somos creyentes, súbditos y justiciables por lo que representan una cruz, una corona, una balanza sostenida a ciegas. Las creencias a su vez idealizan lo que creemos ser: ciudadanos ejemplares que nos concedemos la fe en un ser superior, la administración de un buen monarca o la administración de la justicia por un sabio. Cuando la sociedad descubre la vulnerabilidad que entraña tanta confianza cuestiona, sin cuestionarse a sí misma, los seres superiores que ha creado. Por eso le es tan fácil caer en la superchería, en la mediocridad de los políticos y en la negación de los jueces. Cambian quienes ostentan el poder, pero no los que los elegimos.
Sólo el disfraz (la ejemplaridad cada vez menos) sostiene esos edificios anacrónicos, contradictorios, misteriosos. Una Iglesia que predica el amor y la caridad desde su fundación pero que sobrevive gracias a su adaptación a los tiempos; una monarquía que reina sin reinar o unos magistrados sometidos al imperio de una ley no siempre justa. Cuando se desnudan, si los que encarnan el poder no son ejemplares, sólo quedan las flaquezas. No hay nada más triste que un cura sin fe, un rey débil y desnudo o un juez ignorante, torcido.
Los jueces tienen un disfraz sobrio, prudente, como manda su cometido. Una vestidura negra con un encaje (que es lo que tienen que hacer en la mayoría de sus sentencias) en los puños. La apertura del año judicial desborda esa contención, convierte la ceremonia en un desfile de placas, cruces, vuelillos y condecoraciones; de impostura.
Los discursos solemnes se han convertido en un disfraz más. Pero la voz, la verdadera voz ejemplar de los jueces es una voz callada y firme. Está y estará en sus sentencias, que es su particular forma de ser ejemplares. La que les otorga su autoridad y prestigio. La que es fruto del conocimiento. La que calla a las demás voces y tiene la última palabra. O no. De ellos depende.
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