La tribuna

Observadores de nubes

Observadores de nubes
Rosell

Dicen que es asunto de gandules, de soñadores, de improductivos. O peor aún, que es cosa de bardos y de poetas. Pero observar las nubes, apreciarlas, descifrarlas por su forma, conlleva tiempo y oficio. Para los más espirituales, contemplarlas eleva la imaginación hacia su clave de bóveda trascendente. Es como rezar a Dios, pero sabiendo que la ciencia suele refutarlo como creador de cielos y tierras.

La ociosidad acerca de las nubes es para quien se la trabaja. Tumbado sobre la hierba de un prado o sentado junto a la ventanilla de un avión, uno las descifra en silencio como si al fin interpretara las fuentes de lo ignoto. Alargadas y longilíneas, hinchadas y rugosas como cúmulos, las nubes te enseñan cómo nos parecemos las personas a ellas. No hay dos iguales.

Al llegar diciembre, en días de mucho frío y viento sobre Sierra Nevada suelen formarse las llamadas nubes lenticulares. Tienen forma de platillo volante y los ufólogos creen ver ensoñaciones de ovnis. Dice el británico Gavin Pretor-Piney en su Guía del observador de nubes, que en días soleados los rebordes de las nubes hinchadas crean sinfines de rostros y que el peso de todas las gotas de agua que forman un cúmulo equivale al de ochenta elefantes de la India.

Con El libro de las nubes de Vincenzo Levizzani, publicado ahora por Guadalmazán, uno se convierte en un nefólogo (la nefología estudia la evolución de las nubes). Como eufonía quizá suena mucho mejor la palabra nubólogo, que es lo que también debía ser el pintor Caspar David Friedich. Su esposa advertía a las visitas de que no se le podía interrumpir cuando pintaba nubes, pues decía su dilecto que al pintar sus matices estaba hablando con Dios. Quizá pensaran lo mismo Turner o John Constable, rivales paisajistas (la Tate de Londres les brinda ahora en su 250º aniversario una exposición conjunta), y quién sabe si hasta llegó a pensarlo nuestro Sánchez-Perrier mientras pintaba en las riberas del Guadaíra entre molinos de agua.

Las nubes altas son los cirros o cirrocúmulos y suelen ser de un blanco albayalde. Las nubes medias son más agrisadas, como los nimboestratos (traen lluvia y nieve y son más gruesas y oscuras) y los altocúmulos (irregulares y sin lluvia). Las nubes bajas suelen ser las favoritas para los observadores del cielo por ser densas y algodonosas (son las llamadas estratos o cumulonimbos). Pienso en algunos cuadros tantas veces vistos y ahora comprendo que son cumulonimbos los gurruños de nubes blancas que pintó Mantegna para su asaeteado San Sebastián o las otras nubes que Magritte pintó tras la silueta de un pájaro que sobrevuela un nido con huevos de crías en El regreso.

Sé que no será posible, pero uno querría pertenecer a los más de 30.000 socios que integran la muy exigente Asociación para la Apreciación de Nubes. A ella pertenece Gavin Pretor-Piney y uno de sus impulsores y gurús fue el ya fallecido John Day, meteorólogo experto en el Pacífico y creador de la web Cloudman (El hombre nube). Uno, en fin, querría ser también como el pintor Jorge Fin, quien hace ya muchos años dejó su empleo en el sector bancario para dedicarse a pintar nubes en lienzos, serigrafías y murales.

Cuando los cielos fríos, límpidos y azulinos de diciembre no lo impiden, uno, cual torpe aprendiz, intenta observar las formas de las nubes creando sus propios imaginarios figurativos. Por eso hay hilachas de nubes que, vistas al amanecer, en un friolento y primer contraluz, se me antojan como la anatomía de un galgo que corre con su tenso escorzo. Otras veces veo en una alargada nube la silueta de un avión Concorde con su pico ligeramente inclinado hacia abajo. A mediodía, una nube grisácea y ovoide cobra para mí la forma del mapa de Ucrania, en cuya parte sudeste se aprecia cierta amputación entre grietas y estrías, como correspondería a la región del Dombás. No son las mías esas nubes lenticulares, las favoritas del pintor Jorge Fin, que deben apreciarse ahora por los nevados picachos y merlones de Sierra Nevada. Pero uno se trabaja como puede su propia ensoñación estando como hay que estar: en las nubes.

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