“No tenemos tiempo para cocinar, pero sí para ver MasterChef”
Lilian Weikert | Cofundadora de LaPlasita
Matemática, jardinera, paisajista, gastrósofa, experta en pedagogía digital... la entrevistada, sevillana por decisión propia nacida en Barcelona y con orígenes alemanes, practica el pensamiento crítico José Manuel Pérez Tapias: “He visto desaparecer muchos de los paisajes que he pintado”Juan López-Herrera: “Sevilla es una buena ciudad para echarla de menos”
Como ya indica su nombre, Lilian Weikert (Barcelona, 1971) es una nómada que se hizo relativamente sedentaria hace 20 años en Sevilla. Nómada del territorio y del conocimiento. Catalana de una familia de origen alemán, se formó como matemática en la Universidad de Berlín, donde conoció a su sempiterna pareja, el hoy arquitecto Jaime Gastalver, con el que fundó LaPlasita, un estudio de arquitectura y proyectos culturales donde están convencidos de que el arte es el primer disparador del pensamiento. Allí, entre otras cosas, se practica la gastrosofía, una teoría de los cuidados a través a la alimentación. Entre el 27 y 28 de noviembre celebrarán su III Congreso. A su carrera de Ciencias Exactas, Weikert suma un máster en paisajismo (US-UNIA) y un máster en Innovación e Investigación en Educación (UNED). Acaba de empezar un doctorado en la US para investigar la promoción del pensamiento creativo y crítico. Activista y contemplativa a la vez, también se formó como jardinera en la desaparecida Forja XXI. Trabaja desde 2017 para la Dirección General de Educación de la Comisión Europea en el proyecto SELFIE con el fin de acompañar a centros educativos y educadores en la transición digital. En este campo colabora estrechamente con una Ucrania machacada por la guerra.
Pregunta.–Weikert... Ese apellido merece una pregunta.
Respuesta.–Es alemán. Mis bisabuelos implantaron una empresa textil en Barcelona, pero yo soy la única que sabe alemán en una familia de cinco hermanos.
P.–Es decir, que viene usted de la tan vilipendiada burguesía catalana.
R.–De la burguesía alemana asentada en Barcelona.
P.–Una catalana trasplantada en Sevilla por amor. Perdón por la cursilería.
R.–Primero, antes de venir de Berlín a Sevilla, pasamos por Cartaya donde vivimos un año y medio en una casa con un huerto espectacular.
P.–Hizo Ciencias Exactas en Berlín, aunque después no se ha dedicado a las matemáticas,. ¿Qué le aportó esta carrera?
R.–Me asentó bien la cabeza y me dio la capacidad de relacionar contextos que, de entrada, parece que no tienen conexión. También a estructurar la información de una forma precisa.
P.–Barcelona, Berlín, Cartaya, Sevilla... Es decir, que ha vivido en grandes, medianas y pequeñas ciudades ¿Cuál es la mejor escala para vivir?
R.–Por muy grande que sea la ciudad, al final uno termina viviendo en los barrios, tanto en el que se reside como en el que se trabaja. A veces, estos dos están muy separados. Te cuesta casi más llegar de Sevilla Este al centro que a Madrid . Me interesan más las ciudades medias que tengan oferta cultural y laboral, pero no demasiado pequeñas. Me gusta sentirme anónima, aunque también la sensación de encontrarme con gente a la que reconozco.
P.–La movilidad es uno de los grandes asuntos urbanos. Hay muchas quejas sobre la de Sevilla.
R.–En Berlín la movilidad es impresionante, todas las paradas tienen un cartel donde te indican la hora de llegada del autobús, con la aclaración de que podrían llevar un retraso de dos minutos. Pero desde que vivo aquí, el bus de Sevilla ha mejorado muchísimo. Lo que tiene magnífico Sevilla es el sistema de carril bici.
Pese al calor, Sevilla no tiene apenas piscinas públicas. En Berlín hay una por barrio
P.–Sigamos con los barrios. Son los lugares donde nos estamos refugiando los nativos expulsados por la turistificación.
R.–Aquí, en la zona de San Luis, los habitantes habituales están desapareciendo para irse a rondas que cada vez están más lejos. No sé si esto será el final de las ciudades. También pueden regenerarse, reconvertirse. Pero ahora mismo están perdiendo identidad. Hemos estado unos meses en Venecia, que es la ciudad turística por excelencia, y me he dado cuenta de que Sevilla está más turistificada. Por ejemplo, el mundo de la hostelería ha cambiado completamente. Ya no te dan de comer a partir de las tres y media, algo que antes era completamente normal. Se ha unido el covid con el turismo. Fíjese en los bares del Salvador: antes era un murmullo de gente, una masa informe que no sabías bien si era un solo grupo o diez pequeños juntos. Ahora todo el mundo está en sus mesas, con sus taburetes... Es la vida moderna.
P.–Sabemos qué es un “cinturón verde”, pero qué es un “cinturón azul”.
R.–Es rescatar los recursos hídricos, el agua, que hay en la ciudad. Sevilla tiene muchísimos ríos, riachuelos, torrentes... Muchos de ellos están hoy canalizados para evitar el problema histórico de las inundaciones, pero hoy se podrían rescatar creando ese anillo azul. En un curso que hicimos en la universidad sobre este asunto hubo distintas propuestas, entre ellas la recuperación o creación de puntos de agua para el baño. Pese al calor que hace, Sevilla no tiene apenas piscinas públicas. En verano te quieres morir y no puedes ir a bañarte a ningún sitio. En Berlín cada barrio tiene prácticamente su piscina.
P.–¿Qué más propuestas?
R.–Buses acuáticos de tipo anfibio, que pueden moverse tanto por agua como por tierra.
P.–Usar la dársena como vía de comunicación es una propuesta antigua que nunca se materializa.
R.–Sí, como la recuperación de las playa fluviales o hacer piscinas en el río al estilo de las que hay en Berlín. Son proyectos relativamente fáciles de ejecutar, pero no terminan de cuajar.
El espacio público, por definición, es de conflicto. Hay que intentar convivir
P.–¿Qué no le gusta de Sevilla?
–En general de Andalucía. Que no sabe venderse. Es una tierra rica en recursos, pero no tiene esa seguridad que le sobra a los catalanes. Paradójicamente, a veces Sevilla es una ciudad muy ombliguista.
P.–¿Demasiados bares y veladores?
R.–Sí, parece que para estar en el espacio público tienes que estar consumiendo algo. Cada vez hay más sitios donde retiran los bancos públicos. Lo triste es que muchas veces es por las quejas de los mismos ciudadanos. No les gusta que se pongan allí los chavales a comer pipas y tomar litronas.
P.–A ciertas horas el ruido puede ser muy molesto. Tres chavales armando bulla a las tres de la mañana...
R.–Lo entiendo, pero la solución no puede ser quitar el banco. ¿Qué pasa entonces desde las ocho de la mañana a las diez de la noche? El espacio público, por definición, es de conflicto. Pero son lugares de capacitación en ciertas habilidades sociales. Hay que intentar convivir con todos los colectivos que existen en una plaza al mismo tiempo que tú. El niño que juega a la pelota, tú que estás leyendo, dos abuelas de paseo...
P.–Usted es también paisajista. Si sales del centro y de algunos barrios del 29, Sevilla suele ser muy fea, con barrios y afueras de una estética deplorable.
R.–Sevilla tiene un casco histórico espectacular, pero a mí me gusta la estética de polígono. Quizás porque he vivido mucho en Berlín. Sevilla tiene además la ventaja de que es una ciudad muy verde, pese a que todavía quede mucho por hacer en este campo.
P.–A veces huele demasiado a alcantarilla.
R.–Sí, pero también a azahar. Yo alucino en primavera. A veces he llegado en tren, he salido de la estación y todo olía a azahar. Eso, para mí, salva todas las veces que pueda oler a alcantarilla. Algo que pasa cuando va a llover en todas las ciudades. Además, Sevilla tiene a veces olores a campo, como el alpechín. Eso también me gusta aunque huela mal.
P.–Antes había perspectivas del alfoz agrícola muy emblemáticas, como la del Cerro de Santa Brígida, pero se la cargó la Torre Pelli.
R.–Y el edificio ese que parece una tarta de cumpleaños. Muchos de los adosados del Aljarafe son horrorosos y lo que me causa espanto son las llamadas huertas solares. Pero insisto en ver lo positivo. Sevilla todavía tiene una conexión directa con su entorno. No está conurbada y puedes salir al campo directamente.
P.–¿Qué es la gastrosofía?
R.–En LaPlasita la definimos como una teoría de los cuidados en torno a la alimentación.
En Sevilla, a veces, huele todo a azahar, eso salva para mí las veces que huele a alcantarilla
P.–¿Qué significa eso?
R.–Mirar, entender y estudiar la alimentación en todos los puntos de su cadena, desde el paisaje de antes de la producción, hasta la gestión de los residuos. Por medio está la planificación, la producción, la transformación, la logística, la venta, la compra, el consumo, y dentro de este último entra la comensalidad, la parte identitaria y simbólica que tiene la alimentación en sí, que no solo es algo que nos nutre, también es riqueza social. Nos centramos sobre todo en la parte de la sensibilidad de la ciudadanía. Un gastrósofo intenta hacer una compra responsable y consciente. Puede comprar un precocinado, pero es consciente de lo que está comiendo, quiénes lo producen, cuáles son sus condiciones de vida...
P.–¿Un gastrósofo compra gazpacho de bote?
R.–Podría, pero nosotros no lo hacemos. Somos conscientes de que la modernidad impone unos ritmos de vida muy rápidos y tenemos poco tiempo para vivir, algo que deberíamos parar a pensar. No tiene sentido que no tengamos tiempo para cocinarnos, pero sí para dedicar una hora y media a ver MasterChef.
P.–Los productos ecológicos son muy caros.
R.–Ahora todo es caro, los no ecológicos también. Pero hay que tener en cuenta algunas otras cosas, como lo que te ahorras en salud cuando comes bien.
P.–Los arquitectos apuntan a la desaparición de las cocinas en las casas. Lo veo como una tragedia.
R.–Las cocinas han sido siempre lugares de relación. Mi madre me tomaba la lección en la cocina mientras preparaba la cena. El cocinar estructura la cabeza. Tener cuatro fuegos encendidos te hace actuar de una determinada manera. Mis amigos me dicen que no me hace falta el mindfulness porque cocino. Es una fuente de capacitación en habilidades que estamos perdiendo.
El 40% de la dieta de frescos en Sevilla podría producirse en los alrededores
P.–Y trabajas con las manos. Es un contacto con lo real.
R.–El tocar, el oler... Pensamos con las manos, los pies (recorremos el territorio) y la cabeza... cada proceso te da unas habilidades y unas fuentes de conocimiento diferentes. Es importante mantener los tres.
P.–¿Y la soberanía alimentaria?
R.–En nuestro caso, como residentes en Sevilla que accedemos a la alimentación por el comercio es el poder decidir qué queremos comprar. Eso, en Sevilla, es difícil, porque la red de comercios agroecológicos es pequeña todavía. No se puede acceder a ciertos alimentos. En su tesis doctoral, Jaime Gastalver defiende que el 40% de la dieta de frescos en Sevilla podría ser producido en los alrededores. También es importante la soberanía digital.
P.–Un experto ha dicho que las pescaderías van camino de la desaparición. El pescado se venderá empaquetado.
R.–Se debe a la falta de tiempo y a que a la gente le da vergüenza preguntar al pescadero sobre lo que tiene, cómo se cocina, etcétera. Ya no sabemos comprar. Hay que quitarse los miedos. Pero insisto en que más que una falta de tiempo es una cuestión de prioridades. ¿Prefieres ir a la pescadería o estar media hora con el móvil? También es cierto que cada vez hay más pequeñas pescaderías a las que le puedes hacer el pedido por móvil y te lo llevan a casa.
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