Opinión

¿Dónde está Dios ahora?

El Señor de la Sentencia visita en su multitudinario vía crucis a los enfermos del Hospital Macarena

El Señor de la Sentencia visita en su multitudinario vía crucis a los enfermos del Hospital Macarena / Juan Carlos Vázquez

El silencio de Dios es un quebradero de cabeza para la teología. Su supuesta indiferencia ante el sufrimiento humano ha abrumado a teólogos de todas las épocas. La pasividad del que es Bondad absoluta ante la maldad en el mundo llevan al callejón sin salida de la desesperanza. Es inconcebible que Aquel que es Amor permanezca impasible ante tantas atrocidades y padecimientos de los que han sido creados a su imagen y semejanza. 

El hombre y la mujer de a pie con fe, como usted, querido lector, y como yo, rechazamos que nuestro Padre, Aquel de quien nos hemos fiado, nuestra roca y alcázar, no acuda en nuestro auxilio en situaciones de dolor extremo. En el caso de los hombres y mujeres sin fe la ecuación se resuelve taxativamente: el silencio de Dios equivale a su inexistencia.  

¿Cómo creer en un Dios que permite esta pandemia que sufrimos? ¿Cómo rezar a un Dios que abandona a los más débiles, dejándolos agonizar solos hasta morir? ¿Cómo adorar a un Dios que ni se nos insinúa para aliviarnos el miedo que nos atenaza? ¿Dónde está Dios? ¿Cómo seguir creyendo después del Covid-19? Hacernos estas preguntas no nos vuelve hombres y mujeres de poca fe; cómo las responsamos sí que nos convierte en creyentes maduros o, por el contrario, en hombres y mujeres con una fe naíf. Es más, formularnos estas preguntas es una obligación para el creyente, y también para el que no lo es, porque nos interrogan sobre la esencia humana, el sentido de la existencia, la trascendencia y la posibilidad de la esperanza. 

Dios, cuando habla, no grita. Confía en nuestra capacidad de comprenderle y respeta nuestra libertad para actuar: Dios habla para proponernos, no para imponernos. Y Dios sufre con el silencio del hombre. Lo sabemos porque los Evangelios nos dicen que Jesús sufrió ante el silencio, que se manifiesta en diferentes actitudes: cobardía, negación, traición, egoísmo, cinismo, tibieza… Dios nos interroga constantemente, mucho más en la tragedia. ¿Por qué calla el hombre ante el sufrimiento de su hermano? ¿Cómo puede permanecer en silencio cuando su igual padece? ¿Por qué recurre al Padre cuando las palabras de consuelo y de amor están todas en él, solo debe dejarlas brotar de su alma, permitir que surjan de su corazón? 

Somos palabras vivas de Dios en la medida en que expresamos -con nuestros actos y comportamientos, también con nuestras limitaciones y errores- la bondad, la justicia y el amor absolutos. Nos convertimos en letra muerta cuando no lo hacemos. Somos portavoces de la Verdad y respuestas andantes a esa Verdad, esa que no requiere de discursos grandilocuentes ni de elaboradas retóricas para ser expresada; basta con sostener, atender, escuchar, acariciar, acompañar, mirar, compartir, ayudar y darse. El silencio de Dios es más bien la sordera del hombre, la cerrazón de su existencia a los demás. Solo hay palabra cuando existe alguien que la escucha.  

La pandemia del coronavirus y sus crueles resultados, que pensábamos imposibles en nuestras sociedades desarrolladas, con muertes agónicas y solitarias, con familias que sufren el suplicio de no poder enterrar a los suyos, y sus terribles consecuencias socioeconómicas, que golpean a muchas familias  llevándolas a situaciones de necesidad cuando no de pobreza, serían el escenario ideal para declarar la inexistencia de Dios en virtud de su silencio sepulcral. 

Sin embargo, Dios habla, y ahora, más si cabe, a cada instante. En esta pandemia, si me permite la expresión, hay verborrea divina. La palabra de Dios no es estridente, ni pomposa; por el contrario, es queda y concisa, como un susurro, pero ¡ay de aquel que sepa escucharla! porque en su corazón se trasformará en un estruendo tan vibrante y vivificador que borrará sus temores y le impelerá a la acción, a salirse de sí mismo en busca del otro. 

Dios está hablando, solo precisamos una actitud de apertura total que nos permita escucharle entre tanto dolor y sufrimiento. Porque Dios habla rotundamente en los pequeños detalles. Dios suele estar allí donde no cabe Dios. A lo hondo de unos ojos que se apagan en una UCI está hablando Dios, y lo hace al sanitario que mira al enfermo y coge su mano. En ese gesto, sencillo e íntimo, cabe toda la historia de la compasión humana, están dichas de una vez todas las palabras sobre la misericordia, ahí está expresada la bondad humana, se abre el horizonte ilimitado de la esperanza: allí está hablando el Dios del amor, al Amor de Dios. 

Ese Dios del amor, que Jesús nos mostró como Padre, está siendo escuchado atentamente en estas semanas por la Iglesia y, en especial, por las hermandades de Sevilla, que se muestran como respuestas actuantes y transformadoras en medio de tantas desgracias. Acépteme que ahora le hable de mi hermandad y de mis hermanos, no por compararla con otras sino porque es la que conozco en profundidad: pocas veces hemos estado tan avizores de la palabra de Dios que en esta pandemia y tan prestos a responderle abriéndonos -qué paradoja, ahora que son tiempos de encierro y confinamiento- a los demás, a nuestros hermanos y feligreses más necesitados. Con sus actuaciones, canalizadas principalmente a través de la Asistencia Social, mis hermanos están encarnando y vivificando hasta el extremo las palabras que sostienen los lemas de nuestra Hermandad: Yo soy la Verdad y Esperanza Nuestra, Salve. 

 Es el momento de continuar atendiendo al prójimo, de priorizar en nuestra actividad la caridad -sin desatender los otros fines esenciales de la Hermandad, el culto y la formación-, de incrementar nuestros esfuerzos y recursos para ayudar a quien lo necesita y a quienes, sin duda, lo necesitarán en los próximos meses. 

Es el tiempo de desterrar las dudas sobre el silencio de Dios: nos sigue hablando en los más necesitados. Es el momento de seguir respondiéndole desde la compasión, la misericordia y el amor al hermano. Es la hora de que nuestras obras hablen por nosotros. Ofrezcamos así al hombre y a la mujer de hoy palabras para la esperanza. 

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