Cuando el pez chico se come al grande

En unos metros confluyen Cuba, Argentina y República Dominicana

El río Guadalquivir.
El río Guadalquivir. / José Ángel García

10 de septiembre 2025 - 11:00

El C4 hace una parada técnica en la estación Plaza de Armas. Un autobús de autobuses. La conductora se toma su tiempo. Una de las viajeras no se ha dado cuenta. Va tan inmersa en la lectura de La pintora de la luz, de Inma Aguilera, que ella no viaja en el autobús sino que en realidad lo hace en este libro de título tan velazqueño. No hay mejor agencia de viajes que una buena librería. Me bajo en la Torre del Oro. El puente de Los Remedios es una pasarela de afanes. El trabajo, el turismo, el paseo, el azar, la cita médica como es mi caso. Antes asociaba ir al dentista con un poema de Juan Sierra titulado Bombardeo de poblaciones abiertas, que ahora desgraciadamente encaja mejor con otros escenarios. Se ha suavizado mucho la intervención intradental. Sobre mi cabeza, un aparato que simula unas grandes gafas que siempre me llevan a Mortadelo. Es Filemón el que sale en las Cartas de San Pablo. Un buen amigo del periódico le llamaba Mortadelo al Rey emérito. Mortadelo I, un monarca con miles de seguidores. El nombre es un acierto, un guiño a la España de Carpanta que salía de las cartillas de racionamiento.

Desde el asiento del C4 veo un autobús amarillo de la empresa portuguesa Nogueira da Costa, fundada en 1928. Saramago tenía entonces seis años. El escritor nació en 1922, el mismo año que Eulogio, mi suegro, del que ayer se cumplieron veinte años de su último viaje. Le dio tiempo de disfrutar con sus dos yernos de la final de Copa que el Betis le ganó al Osasuna en 2005 con el gol de Dani. Era uno de los guardianes simbólicos de la torre de Don Fadrique. La torre de los Perdigones hace años que dejó de estar iluminada. Un faro del mar de cuerpos de la Resolana cada vez que sale la Macarena.

Una bandera ondea al final de República Argentina junto a la plaza de Cuba. Es la de la embajada de República Dominicana. No cabe un rincón más americano en Sevilla. En la avenida de la Palmera están los pabellones de Guatemala, Colombia, Brasil y México de la Exposición de 1929, un año después de que Armino Noguera da Costa fundara su empresa de autocares. Oigo una voz hablando por el móvil que me resulta familiar. Es Alejandro Delmás, decano de los periodistas deportivos. Su abuelo Blas Infante le da nombre a una de las tres estaciones de Metro con que cuenta la barriada de Los Remedios, en ese sentido la mejor tratada junto a la de Montequinto. El reportero está hablando con su interlocutor de baloncesto, una de sus especialidades. Dice sin atropellarse el apellido Antetokounmpo. Ágrafo de personales y canastas, yo no sabía que son tres hermanos, como los Goytisolo, los Panero o los Karamazov: por orden de aparición, Thanasis (1992), Giannis (1994) y Kostas Antetokounmpo (1997). Hijos de la Expo y de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Su apellido es una jungla de vocales y consonantes como Yonapathawa, el mundo onírico de Faulkner, el primer escritor que puso los pies en la luna de la literatura.

República Argentina es una calle de alturas, con esa Torre de los Remedios cuyas escaleras ascendían los bomberos en una insólita carrera. Ahora es un Bussiness Center con vistas a Triana y a Bellavista. Pasan los autobuses del barrio: el 40 va a El Tardón, el 41 a Tablada. La Plaza de Cuba tiene cuatro torres de viviendas; tres de ellas las diseñó uno de sus vecinos, el arquitecto Luis Díaz del Río, aragonés de Berdún. Los afanes de vuelta por el puente de Los Remedios son similares a los de ida. La prisa de unos, la parsimonia de otros. La rutina y la novedad a veces se mueven por idénticos impulsos. Por eso, bien entendida es tan revolucionaria la rutina y mal pensada resulta tan empalagosa la novedad, prima hermana de la novelería. La costumbre es la media perfecta entre lo rutinario y lo novedoso. Nada está escrito. Mejor así. Por las faltas de ortografía.

El puente de Los Remedios es también el de los maestrantes. A la izquierda se divisa ese binomio que forman el Maestranza y la Maestranza. En uno, Carmen; en la otra, los toreros. El río es una pátina de tiempo. El Gran Señor de la ciudad. En la metáfora fluvial, a veces el pez chico se come al grande. La Torre del Oro tapa la vista de la Giralda, como si Sancho Panza eclipsara a don Quijote, que la llamó Giganta. Esa torre capicúa de 1221 siempre está ahí desde hace ocho siglos y cuatro años. Ha visto de todo. También es capicúa Inma Aguilera, la autora de la novela que lee la viajera del autobús que no se ha dado cuenta de la parada técnica. La escritora nació en Málaga en 1991, un año antes que el mayor de los Antetokounmpo, nubios de Atenas, cofradía de gigantes en un deporte donde no se pueden usar los pies.

La noche anterior se me quedó grabado un vocablo de Pasapalabra. Vado. Aparece en el título del último libro de poemas del poeta y arquitecto Francisco Barrionuevo. Vado Permanente. Un título ideal para la ciudad levantada por las obras. El poeta fue delegado de Urbanismo con el alcalde Manuel del Valle. Sabe que las obras son una rutina que busca novedades. Clara Campoamor, con su libro abierto en la estatua que le dedicaron, parece la jefa de obras de una Cuesta del Rosario abierta en canal donde trabaja un enjambre de obreros como si no hubiera un mañana. También se ven vallas en la Alfalfa. Del dentista voy al dermatólogo. Sesión continua. Por Doña María Coronel esquina con Bustos Tavera pasa el C5, que es como el hijo pequeño del C4, un autobús de orfebrería que se mete por calles imposibles. El que pasa más cerca de Dueñas, donde habitaba una duquesa que da nombre a una glorieta donde se cogen todos los circulares de Tussam.

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