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Rocío Molina | Crítica

El juego de la vida

Rocío Molina y Yerai Cortés en un momento del espectáculo.

Rocío Molina y Yerai Cortés en un momento del espectáculo. / Miguel Ángel González

El espectáculo que cierra la trilogía sobre la guitarra es una obra frenética y muy diveritida.

Con preeminencia de estilos alegres, tangos, alegrías, y con un despliegue técnico asombroso, de parte de los dos intérpretes. Es la más humorística y desenfadada de las tres partes en las que se divide esta propuesta. En ocasiones el baile se edificada sobre una nota única, obsesiva, de taranta. En otras era el frenesí de los tangos, de las alegrías.

Dicen que Molina es vanguardia de lo jondo y estoy de acuerdo, asumiendo que la vanguardia es una tradición más del flamenco. Culmina Molina una trilogía de más de cuatro horas de baile flamenco sin cante.

Ya Amalia Molina lo decía en los 30: "soy una flamenca de vanguardia". En esa época el baile flamenco se hacía acompañar de la guitarra, el piano, la orquesta … raramente del cante. La pieza con la que concluye la trilogía me parece como una vuelta a la infancia y un ensayo sobre las adicciones, temática recurrente de su autora, en este caso centrado en las chuches. Así la hiperactividad que domina la pieza es la propia de la infancia y del subidón de azúcar.

Molina permanece 80 minutos en la escena y no para. No para de bailar. La taranta tiene algo de estatismo, sobre la nota hipnótica, obsesiva, de la que hablábamos antes. Pero el resto de la propuesta es un correr hacia el paraíso recobrado de la infancia. La propuesta nos ratifica una verdad esencial, la de que la vida es juego. Y que el juego es lo único serio de esta vida. Este domingo volveremos a ver la trilogía, completa, sobre las tablas del Central.

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