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Mayte Martín

El reencuentro con lo esencial

Un momento del recital de la artista en el Lope de Vega.

Un momento del recital de la artista en el Lope de Vega. / Antonio Pizarro (Sevilla)

Mayte Martín no canta, te recuerda por qué merece la pena la vida. Mece su eco profundo y reposado y te obliga a perdonar y reconciliarte con el mundo. Mayte Martín no canta, se adentra en aquello que escuece y cura después con ternura la herida. Lo suyo es una continua búsqueda de lo esencial, de esa rosa que no quiso tocar más Juan Ramón Jiménez, que se hizo sevillana en el romance de María de las Mercedes y que se abrió al final con la luz de la mañana en un emocionante cierre a la memoria de Enrique Morente.

Decimos con la luz de la mañana porque con la cantaora pudimos ver el amanecer en el Lope de Vega. Igual que sentimos la soledad de los viejitos en la seguiriya, la necesidad de amor en su clásico SOS o despreciamos la caridad con la letra de la Milonga del solitario de Atahualpa Yupanqui.

Es decir, en estos tiempos de propuestas vacías, impostadas y superficiales, la artista regresó a la cita sevillana tras demasiados años de ausencia para presentar una obra exquisita, sobria, pulcra, creíble y consciente, en la que cantó desde el núcleo de lo jondo. Sin efectos ni arengas.

De esta forma, sin más discurso que un elenco soberbio, un sonido exquisito (que tanta falta hacía en esta Bienal de tantos decibelios), una iluminación precisa y un meditado y riquísimo repertorio (que incluyó además de los mencionados cantes de Levante, alegrías, bulerías, zambra y otras canciones) Mayte Martín removió consciencias enseñando lo necesario que es el compromiso artístico. Así, parando los cantes, relamiendo los tercios, jugando con los tonos y masticando las palabras (¡qué importante!), sumergió desde el inicio al público en una atmósfera liberadora en la que nos invitó a mostrar también nuestras propias vulnerabilidades. “La fragilidad es lo más bonito que se puede compartir en un escenario”, defendió tras recordar a la Niña de la Puebla con el villancico de los Campanilleros con el que arrancó la noche.

De hecho, huyendo de esa frenética velocidad a la que incitan los audios y vídeos, Mayte obliga al espectador a pararse para que así se pueda oír por dentro. En este sentido, más que un recital lo que propone es un viaje sensorial de casi dos horas a través del que oler, palpar, observar y saborear cada mínimo gesto. Incluso el de ese imperceptible y sutil golpe que el percusionista da cuando ella alude a un pájaro en vuelo.

Las inspiradoras falsetas con las que le acompañó en la parte más jonda un cómplice José Gálvez, haciendo alarde de elegancia y delicadeza, o los estimulantes arreglos musicales que construyó con el resto de músicos invitaron a recorrer emociones ya olvidadas. Especialmente sobrecogedoras sonaron la petenera mestiza de La Remediaora, las emotivas sevillanas de Manuel Pareja Obregón y las malagueñas con las que desató oles, silbidos y lágrimas que aún perduran.

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