Madness convierte la locura en elegancia
ICÓNICA SANTALUCÍA SEVILLA FEST
Los caballeros del desmadre elegante conquistaron la Plaza de España con un concierto corto pero intenso, entre himnos obreros, nostalgia bailable y una ironía británica que se abrió paso con sigilo hasta el corazón del público, como un chiste privado entre viejos conocidos
La noche que Sevilla tembló a ritmo de trallazos
Nos resultó corto. Demasiado corto. No sé si había pasado siquiera una hora y media entre los acordes de la intro con el Echo Four-Two de la orquesta de Laurie Johnson y la outro con los Monty Python cantando Always Look on the Bright Side of Life. Pero, miren… hagámosle caso a la canción en eso de mirar siempre el lado bueno de la vida y vamos a obviar que a estas alturas del tiempo Madness ha cambiado el salvajismo por la elegancia y el sonido del concierto ha sido tan rarito que juraría que se me ha escapado la mayor parte de lo que tocaba la sesión de metales y que ni siquiera he llegado a escuchar el charles de la batería y vamos a quedarnos con que la banda convirtió la Plaza de España en una pista de baile entre el soul, el ska y la melancolía de que el día siguiente era lunes. A veces no hace falta que arda el cielo para que uno sepa que ha vivido una noche grande. Basta con una banda que maneje la ironía como una navaja de barbero, que sepa encajar la euforia y el desencanto en el mismo compás, y que arrastre tras de sí cuatro décadas de dignidad sonora. Madness, los caballeros del desmadre elegante, aparecieron anoche en el Icónica Santalucía Sevilla Fest sabiendo que la nuestra es una ciudad que entiende su idioma, el del ska con alma obrera, el pop con dentelladas de swing y el humor inglés, que no se despeina ni cuando se desmorona el mundo. Entraron fuertes, con One Step Beyond, a base de un saxo solista y una voz pasada de reverb repitiendo el nombre de la pieza, para desde ahí ir desplegando un repertorio de himnos que han crecido con varias generaciones; de Embarrassment a The Prince, pasando por una celebradísima My Girl, y seguir después dejando claro que su legado no envejece, sino que muta, se acomoda a los huesos, pero no pierde la chispa. Suggs, con la presencia de dandi callejero que lleva puesta desde los años setenta, iba soltando las letras con una mezcla perfecta de distancia y emoción. Y además nos hacía sentir que es de los nuestros. Si antes de The Prince, que no es el que ustedes piensan, sino Prince Buster, el orgullo de Jamaica, se lanzaba a una versión a capela del Help de los Beatles a la que se unió el público, unos minutos más tarde, antes de Wings of a Dove, se acordó de la canción Peace, Love and Understanding, de su colega Nick Lowe, para desear la libertad de Palestina, algo que todavía volvió a repetir antes de Night Boat to Cairo, que cerró el concierto, aún con más énfasis, al gritar Free Palestine.
El público, compuesto por 4.500 personas, mezcla de nostálgicos, mods de nueva escuela y parejas con pinta de haber bailado It Must Be Love en su primera cita, respondió con un entusiasmo genuino, el que nace no solo del recuerdo, sino de la vigencia. Porque Madness, aunque su nombre juegue a la broma, no actúa como caricatura de sí mismos. Tienen una banda compacta, en la que sobresalen los componentes más antiguos, Chris Foreman a la guitarra, Mark Berdford al bajo, WoodyWoodgate a la batería, Mike Barson a los teclados, además de un percusionista adicional, Mez Clough, y una sección de viento compuesta por Steve Turner al saxo barítono, Joe Auckland a la trompeta y Terry Edwards al trombón, que entraba como seda caliente, aunque a veces quedaba algo desapercibida, y un ritmo que no ha perdido ni un gramo de swing. Lee Thompson al saxo tenor solista sigue siendo puro nervio, puro show, marcando los solos con una teatralidad contenida que sólo se aprende tras miles de noches de escenario. Y sin embargo, más allá del jolgorio, hay algo en Madness que se cuela por la rendija del espectáculo; una especie de tristeza alegre, de conciencia de que el tiempo pasa, pero que mientras haya una canción -la maravillosa Our House mismo- que nos devuelva al barrio, al bar, al primer desengaño o al último autobús, nada está perdido del todo. Por eso, con One Step Beyond el público se les entregó desde el principio hasta el desvarío; se notaba que aquello no era solo nostalgia, sino celebración de un presente compartido, de una complicidad que traspasaba idiomas.
My Girl fue el himno de todos los novios despistados que no saben qué han hecho mal; The Sun and the Rain y Return of the Los Palmas 7 dejaron puro sabor inglés, de su mal tiempo y de los clubes de gentlemen poco serios, respectivamente. Wings of a Dove tuvo la mezcla más bonita de ska y gospel que he escuchado nunca; en Lovestruck el ska pasó a tener ritmo de pub y The Harder They Come, el clásico de Jimmy Cliff, se convirtió en una gamberrada que me impulsó a abandonar mi silla de la zona de prensa para ponerme a bailar en medio de aquellos pringaos -perdonadme, amigos plumillas- que no quitaban su vista del ordenador en vez de divertirse al menos este ratito.
En Grey Day Madness se puso gris, pero el ritmo siguió siendo brillante; incluso tuvimos una cosa tan poco frecuente como un solo de saxo barítono; Shut Up fue el testimonio de un ladrón inocente, Thompson, que canta demasiado y recibe una paliza de los otros metaleros, reconvertidos en brigada policial tras dejar sus instrumentos. Bed and Breakfast Man, Mr. Apples siguieron, y con ellas la declaración de Suggs, no sé si irónica o verdadera, de que en España tenemos muy buenos políticos, comparados con los mentirosos de su país. House of Fun fue el inicio de la recta final y el recuerdo a nuestra entrada triunfal a la edad adulta en una tienda de chucherías que vendía condones; atrás quedaba el recreo eterno de la infancia rebelde, cuando llevábamos los pantalones anchos de los que hablaba Baggy Trousers, la canción que siguió, como si en vez de escuchar un concierto estuviésemos mirando un álbum de fotos de color sepia. Our House fue una oda brillante y nostálgica a las casas donde cabía todo menos el aburrimiento y con It Must Be Love se pusieron tiernos y nos hicieron cantar el título a todos, con los brazos alzados y ondeándolos. El amor sonaba a ska con corazón.
El final llegó con la canción de Prince Buster de la que la banda tomó su nombre y Night Boat to Cairo, convertida ya en epílogo luminoso. Había bailes espasmódicos, abrazos improbables entre desconocidos y un murmullo de felicidad cuando se encendieron las luces. Madness no necesitó hacer ruido para dejar huella. Lo suyo fue otra cosa; fue elegancia en el caos, melodía que acaricia el corazón y una fiesta que no se impone, sino que se contagia. Como la mejor de las locuras. Se fueron dejándonos el cuerpo más vivo y el lunes que se avecinaba, por un rato, más llevadero.
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