Moratín, el equipaje ilustrado

Viaje a Italia | Crítica

Siruela publica, con prólogo del escritor y diplomático Juan Claudio de Ramón, el Viaje a Italia de Leandro Fernández de Moratín, obra preterida y de singular valía en la literatura viajera del XVIII, que abarca los años que van de 1793 a 1796

Retrato de Leandro Fernández de Moratín por Goya. 1799
Retrato de Leandro Fernández de Moratín por Goya. 1799
Manuel Gregorio González

29 de junio 2025 - 06:00

La ficha

Viaje a Italia. Leandro Fernández de Moratín. Prólogo de Juan Claudio de Ramón. Siruela. Madrid, 2025. 368 págs. 22,95 €

Por las Apuntaciones sueltas de Inglaterra, el lector ya puede inmaginarse qué tipo de literatura -ligera, mordaz, inteligente, un punto desdeñosa- cabe encontrar en este Viaje a Italia de Moratín, hoy vuelto a las imprentas. No en vano, es en el puerto de Dover donde tendrá comienzo este paseo, que ocupará a su autor durante tres años: los que van de 1793 a finales de 1796. Años de singular importancia para cultura europea, sustanciados, como veremos luego, en el vínculo intelectual y humano de Moratín y Goya. En su acertado prólogo, Juan Claudio de Ramón recuerda que la falta de viajeros españoles, señalada por Brilli, acaso no sea sino otro lugar común aplicado a la España ilustrada y romántica, cuya veracidad queda lejos de ser evidente. El medievalista español Igor Santos Salazar, en su excelente El foro romano, incidía no hace mucho en esta omisión, destacando la andadura italiana de Moratín, junto a numerosos nombres del XVIII y el XIX hispánico, entre los que sobresale el jesuita expulso Juan Andrés, cuyas cartas a su hermano son de valor extraordinario.

Moratín consigna las fiestas, las costumbres, y en suma, todo aquello relacionado con el “esparcimiento público”

En este caso, Moratín parece guiarse por el viaje del astrónomo francés Lalande, cuyo periplo había tenido lugar en la década anterior. Pero serán muchos, desde Goethe al conde Caylus y el abate Barthelemy, quienes se unan a esta expedición italiana, en la que ya les había precedido Montaigne, y cuya fórmula intelectual podemos encontrarla en los Ensayos de Francis Bacon, cuando recomienda a la juventud más distinguida de las islas -véase su “Sobre el viaje”- acometer un tour erudito por el continente, haciéndose acompañar “por un tutor o un sirviente que conozca el idioma”. ¿Qué hay de distintivo, de plenamente dieciochesco en este viaje de Moratín? A diferencia de lord Verulam, que escribe a comienzos del siglo anterior, Moratín ya sí consigna deliberadamente las fiestas, las costumbres, y en suma, todo aquello relacionado con el “esparcimiento público”, que el XVIII recogerá con predilección bajo el rubro de “lo pintoresco”. En el caso concreto de Moratín, más conocido como dramaturgo, cuando llegue a Venecia hará un extenso y detallado estudio del teatro italiano, cuya lectura tiene interés, no sólo en su aspecto histórico y artístico, sino por la mirada ilustrada que ello presupone, y que en Moratín adquiere alguna peculiaridad notable. Es en Venecia donde Moratín elogiará la arquitectura de Palladio y deplorará, por igual motivo, la escultura “degenerada” de Bernini. Pero es en esa misma ciudad donde, un siglo más tarde, Ruskin encontraría en Palladio y su San Giorgio Maggiore un signo último de la abominación estética, refiriéndose a ello como “this pestilent art of renaissance”.

De ahí deduciríamos acertadamente que Moratín era un neoclásico a la manera alemana. Sin embargo, en la larga disputa entre antiguos y modernos, heredada del Renacimiento, Moratín se halla -y esto es importante- entre los modernos. Así, cuando visite Nápoles y el museo de Portici, donde se acumulan las pinturas extraídas de Pompeya y Herculano, Moratín escribe que todas ellas no valen lo que un lienzo de Rafael. Un atrevido juicio que habría procurado severos escalofríos en Mengs y Goethe. De igual forma, cuando Moratín llegue a Roma, hará el elogio de la escultura antigua, con la excepción moderna de Canova (elogio que se repite en Florencia, en Venecia y en otras ciudades), pero no así con otras artes, como la referida pintura. A ello se añade que, junto a las comunicaciones, el hospedaje, etc, Moratín, ilustrado al cabo, presta una particular atención a las formas de gobierno y a las instituciones que, en cada lugar, se encargan de velar por la prosperidad de los reinos. En dicho sentido, las páginas dedicadas a Nápoles, a su pobreza bullente y populosa, son de una inusual claridad. También en lo que atañe a las clases altas en general, y a las romanas y napolitanas en particular. Clases altas o clases privilegiadas en las que Moratín incluye, de modo destacado, a la curia romana del Setecientos.

Es precisamente en tal aspecto donde cabe vincular el viaje de Moratín con la pintura de Goya. A su vuelta a España, en 1796, Moratín y Goya -un Goya que se había quedado sordo en su ausencia-, prestaron particular atención al mundo de la brujería y a los procesos inquisitoriales. Dicho mundo, fijado en los dibujos de Goya, es el que Moratín se preocuparía de divulgar, en 1812, publicando las actas del proceso a las brujas de Zugarramurdi. Es así como el Moratín regresado de su Viaje a Italia se convertirá en un factor misterioso, y acaso decisivo, en los Caprichos de Goya.

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