Casi dos siglos han transcurrido desde que Edgar Allan Poe creara, en Los crímenes de la calle Morgue, el personaje de Auguste Dupin, arquetipo del detective, posteriormente imitado, de múltiples maneras, por una extensa legión de autores. Describe Poe a Dupin como un joven distinguido, sumido en una pobreza coyuntural que no le impedía mantener su afición por los libros. De esta inclinación por el saber, derivan en buena medida sus facultades para el análisis y la investigación, premisas de la resolución de casos misteriosos.

De todos los sucesores de Dupin, fue probablemente Sherlock Holmes en el que más exacerbada estaba esa predisposición natural a la deducción. Entre los rasgos llamativos del producto de la imaginación de Arthur Conan Doyle, podemos destacar el de su oportunista resurrección. Tras habernos relatado el deceso de Holmes, en un enfrentamiento con Moriarty, su inventor se vio obligado a pergeñar una inverosímil explicación para revivirlo, dando así satisfacción a editores y público.

En realidad, las reflexiones bibliófilas sobre la labor de estos ficticios enemigos del crimen, son una excusa para exponer los paralelismos de aquella con el trabajo de esos sabuesos académicos que son los historiadores, a través de una anécdota que puede servir como botón de muestra de las dificultades que plantea la investigación, en el campo concreto de la Edad Contemporánea.

Hace tiempo, mi compañero de profesión docente y prolífico historiador local, Álvaro Pastor Torres, me hizo llegar un documento, procedente de un archivo familiar, cuya aparición sirvió para poner en evidencia el desafío que supone la reconstrucción del pasado.

Se trataba de una hoja, muy deteriorada por el paso de los años, que otorgaba soporte a un antiguo manifiesto, en el que un político prisionero por una artificiosa acusación de tenencia ilícita de armas se dirigía a sus seguidores. Atrevimiento que le costó ser encausado, además, por un delito adicional. De su cruel destino final, debemos recordar que terminó siendo fusilado, tras la inmisericorde pena capital aplicada por los antecesores de quienes, hoy día, promueven una humillación post mortem, en forma de extemporánea exhumación.

Remitida copia del envejecido papel al compilador de la última versión de sus Obras completas, aquél apreció que, si bien por su aspecto podría haber sido impreso en aquellos momentos, presentaba sin embargo ligeras diferencias con el ejemplar que se conserva en el Archivo Histórico Nacional. El pie de imprenta, contenido en el folio que me envió mi viejo amigo Álvaro, estaba ausente, en cambio, en los panfletos que se difundieron originalmente, tal y como se atestigua en el sumario del proceso por publicación clandestina.

Alcanzado este punto, cabe preguntarse en qué instante y para qué, se reprodujo nuevamente el texto inicial, dotándolo de pie de imprenta. Una fascinante incógnita para los especialistas interesados en la materia y para la que no vendría mal la ayuda de un Holmes o un Dupin.

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