Análisis

Rafael Salgueiro

Economista

Crisis de confianza en el comercio internacional

El autor sostiene que el progreso de la descarbonización llevará consigo una importante transformación del comercio relacionado con la energía

DESDE el final de la segunda guerra mundial hemos asistido a un crecimiento extraordinario del comercio internacional, tanto en volumen cuanto en el número de países para los cuales este comercio es significativo en sus respectivas economías. Este proceso vino animado por el deseo de evitar errores del pasado derivados de limitaciones al comercio; por el abaratamiento de los transportes (el marítimo, especialmente); por la búsqueda de ubicaciones productivas con algún tipo de ventaja (de ahí la deslocalización); por la creación de cadenas de suministro globales que facilitan la inserción de nuevos países productores; por la desaparición de los últimos imperios coloniales y consecuente capacidad de decisión propia de los nuevos países independientes; por la coordinación generalizada de los procedimientos y reglas comerciales; o por la propia adopción de una lengua franca: el inglés, entre muchos otros factores. La progresiva aceptación de reglas generales arancelarias y de resolución de conflictos, principalmente, y en menor medida las relacionadas con las barreras técnicas, así como la regulación de las ayudas públicas admisibles por no ser distorsionadoras de la competencia han sido, a mi juicio, un éxito que ponen de manifiesto el valor de la negociación, del entendimiento y de la coordinación entre sociedades y economías muy distintas entre sí. Es el éxito de una institución cuyo nombre original fue precisamente el de Acuerdo General de Aduanas y Comercio (GATT), luego convertida en la actual Organización Mundial de Comercio (OMC). Las reglas aceptadas por todos no impidieron el establecimiento de ventajas para los países menos desarrollados, conocidas como sistemas de preferencias generalizadas y que, en esencia, constituyen exoneraciones no recíprocas de aranceles. Ni tampoco han impedido el progreso de los numerosos acuerdos comerciales regionales, continentales e intercontinentales, actualmente existentes, algunos de los cuales suman una proporción muy importante del comercio, de la población o del PIB mundiales, como son los casos del Mercado Único Europeo, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), o la Asociación Económica Integral Regional (RCEP). Como es sabido, el previsto acuerdo UE-EEUU, el TTIP, no llegó a ser aprobado debido a renuencias en ambos partes, pero quizá los europeos nos arrepintamos de ello en esta nueva época de descomunales ayudas económicas a la industria en Estados Unidos, a la vista de las quejas que empiezan a manifestar algún gobierno europeo porque consideran preterido el acceso a las empresas de su país.

Es un secreto a voces que las reglas de juego relativas a la libertad de acción de las empresas y el apoyo financiero público no son las mismas en los países occidentales y en China, aunque ésta pertenezca a la OMC desde 2001, tras unas negociaciones que fueron difíciles y con la aceptación de un período de adaptación de quince años. Lo cierto es que este país actúa selectivamente en cuanto a la presencia de empresas o inversiones foráneas –las limitaciones abarcan sectores enteros-; la acción del gobierno hacia las empresas públicas no tiene parangón en Occidente y es visible el deseo de controlar u orientar la acción de las empresas privadas de importancia. Sin ir más lejos, el 13 de enero se anunció la decisión de tomar acciones de control (golden share) en Alibaba y Tencent.

En todo caso, una vez adoptadas las reglas generales suscritas en el seno de la OMC, una vez establecidos acuerdos regionales respetuosos con estas reglas, y constatada y asumida desde hace años la potente emergencia económica y comercial de China y su “economía de mercado con características chinas” –parafraseando su autodenominación–, no se hablaba hasta ahora de “bloques económicos” en el sentido estricto del término. Sin embargo, tras situaciones imprevisibles -la pandemia y la invasión de Ucrania- parecen estar alterando el curso del comercio internacional. La pandemia llevó a repensar la necesidad de contar con capacidad de suministro propia o cercana (reshoring y nearshoring), y no de manufacturas complejas o costosas. Las disrupciones en las cadenas de suministro posteriores a la contención de la pandemia en Occidente hicieron ver que éstas no eran tan confiables como lo habían sido hasta el momento.

El problema con el caso específico de los chips parece que ha iluminado a los políticos occidentales, que se han dado cuenta de que sin ellos no hay posibilidad ni de digitalización ni de industria 4.0, ni siquiera de que el mundo siga funcionando tal como lo hace actualmente. De ahí las ingentes ayudas previstas para animar la fabricación en Occidente, a lo que se suma –y esto es lo novedoso- bien la desconfianza hacia China como proveedor o bien el deseo de no facilitar (o de perjudicar) su progreso en tecnología de microprocesadores. El neologismo recién acuñado: friendshoring no puede ser más explícito.

El comercio internacional se recuperó con fuerza en 2021 y según las primeras estimaciones de UNCTAD hemos alcanzado el máximo histórico en 2022: 32 billones de dólares. No obstante, comienza a aparecer el término “balcanización del comercio internacional” en la literatura especializada, como anticipo de las posibles consecuencias de una ruptura con las reglas generalmente aceptadas y la adopción de posiciones según los intereses propios de cada país. Esto no ha sucedido todavía, claro está, pero sí es perceptible una pérdida de confianza hacia las ventajas del comercio internacional, lo cual es manifiesto en cuanto al suministro energético en la UE. Pero no ha sido el comercio como tal el culpable, sino el exceso de confianza y la dependencia creada respecto a un proveedor capaz de casi cualquier cosa.

Nuestra dependencia energética ha sido el resultado de nuestras propias decisiones, no de que haya un número limitado de países productores. Las exportaciones mundiales de combustibles, unos 2,6 billones de dólares, se dividen casi al 50% entre los países desarrollados y en desarrollo, y la diferencia en cuanto a las importaciones es muy moderada: apenas un 6% más tiene como destino el primer conjunto de países. Esto se debe, claro está, a que la producción de combustibles (petróleo, gas natural y carbón) tiene lugar en amplísimo rango de países y a la universalidad de su utilización. No obstante, el progreso de la descarbonización llevará consigo una importante transformación del comercio relacionado con la energía, porque está muchísimo más concentrada geográficamente la explotación y la transformación de buena parte de los minerales que serán necesarios. A título de ejemplo, casi el 85% de las reservas mundiales de litio y el 68% de las tierras raras se encuentran en sólo tres países (no son coincidentes entre sí), y el 71% de las de cobalto en solamente dos países. La concentración de reservas en un solo país es muy elevada en los casos del litio (Chile, 45%) y del cobalto (RD del Congo, 51%), pero todavía es más importante la concentración del procesamiento de estos minerales, en lo cual China es el país preponderante. Estaría bien que no sustituyamos una dependencia por otra distinta y mucho más difícil de resolver.

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