La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La alegría de Fito
HACE unos años vi una pequeña pintada en una pared de la calle Pajaritos: "... se alquilan alas de Ícaro....". Entonces lo interpreté como el deseo de algún joven sevillano de volar lejos de esta ciudad, que, como una mítica Creta con su Laberinto, lo retenía en un mundo cerrado del que ansiaba volar lejos. Elevarse por encima de las circunstancias que lo coartaban, tanto sociales como personales. Al fin y al cabo es un sentimiento muy propio de la juventud. Muchos jóvenes sevillanos hemos sentido esa necesidad de volar, en distintas épocas y generaciones. Por diferentes circunstancias personales y profesionales hemos sentido en algún momento el deseo de marcharnos. Y algunos, quizás de los mejores, lo hicieron.
Mis vocaciones y oficios de arquitecto y escenógrafo me llevaron a viajar por muchas ciudades europeas para aprender lo que allí existía y lo que de nuevo y creativo se hacía. Ya tenía mis propias alas para volar. Y entonces decidí, como otros muchos, que había una oportunidad de aplicar todos nuestros conocimientos y nuestro trabajo en mejorar nuestra ciudad, nuestra tierra y nuestro país. Y así lo hicimos. Era 1970 y el viento a favor de la historia nos empujaba. Con ilusión y confianza en que los tiempos futuros siempre serían mejores, pusimos manos a la obra. Y en conjunto no fue mal.
Luego vinieron los hijos y, como el gran Dédalo, les quisimos dotar de sus propias alas desde el principio para que estuvieran a salvo de cualquier contingencia. No sólo viajarían y conocerían el mundo, sino que ese conocimiento de otras lenguas, de otras culturas, de otras ciudades y otras gentes sería una parte decisiva de su aprendizaje. Ninguna cerrazón, ningún laberinto, por seductor o alienante que fuera, sería capaz de retenerlos. Nosotros, sus padres, estábamos intentando que esta ciudad y esta tierra fueran lugares abiertos, con todo lo necesario. Un país en la cima del mundo, donde ellos podrían dar lo mejor de si mismos y conseguir que fueran buenos lugares para vivir, si así lo deseaban.
Pero, al contrario que el antiguo mito, quizás fuimos los padres los que nos acercamos demasiado al Sol. Cuando parecía que lo íbamos a conseguir, nuestras alas se derritieron y caímos bruscamente. Y lo que es peor, seguimos cayendo. En estos últimos años algunos de nosotros hemos comentado: ¿Qué habría ocurrido si nos hubiéramos marchado? Que quizás todo hubiera sido mejor para nosotros y quizás también para los nuestros. Quizás no. ¿Cual habría sido el precio? En cierto modo lo veo como el fracaso de una generación, la mía. La verdad es que no nos habíamos preparado para tener que mirar hacia atrás y pensar: ¿Dónde nos equivocamos?.
Ahora, visto todo lo ocurrido, aconsejamos a nuestros hijos que no lo duden, que si tienen una oportunidad que se marchen, que utilicen los recursos y conocimientos adquiridos para buscar su mundo mejor allí donde se encuentre. Algunos de ellos ya se han tenido que ir. Otros le seguirán sin duda. Ahora ya no les podemos asegurar que ese mundo mejor estará en Sevilla y en España.
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