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Aunque odiar es un sentimiento tan antiguo como la propia humanidad, nunca como ahora se ha hecho tan visible, tan presente en las relaciones sociales. Para comprobarlo, basta con adentrarse en el lodazal de las redes, en ese vertedero donde aparecen los instintos más innobles, gente que desea a otros la muerte, la enfermedad, la ruina, el aniquilamiento de sus hijos, las más retorcidas y dolorosas desgracias. Uno se pregunta cuán miserable ha de ser la vida de estos odiadores incansables, extrañamente felices ante la contemplación gozosa del real o hipotético mal ajeno.

De la mano de William Hazlitt, señala David Cerdá –El placer de odiar, Disidentia, 28 de abril de 2023– que hay algo de ancestral en estas jaurías. “La fiera recobra su dominio en nuestros adentros, nos sentimos como animales que van de caza”, escribía Hazlitt, “y lo mismo que el sabueso se estremece durmiendo y corre tras la presa en sueños, así el corazón se ensancha y grita de alegría en su cubil al sentirse una vez más devuelto a la libertad y a sus instintos sin ley y sin traba”. De algún modo, el anonimato, la impunidad de las redes están contribuyendo a la animalización de la sociedad, al regreso de salvajes pulsiones atávicas. Diríase, incluso, que odiar ha dejado de estar mal visto, que para muchos es la forma cabal de comunicarse, una fórmula aceptable y aceptada.

La clave está, creo, en las enormes facilidades que las nuevas tecnologías conceden a los cobardes, a aquellos que jamás se atreverían a injuriar cara a cara. Sin rostro y sin nombre, estos mindundis experimentan una súbita valentía, ese valor emboscado y suficiente como para vomitar lo peor de sí mismos.

Si acaso consuela que el odio en las redes se agota en la palabra. No parece que semejante legión de menguados esté dispuesta a pasar de éstas a los hechos. Al menos, y ojalá jamás, todavía. Miedo da la reflexión del propio Hazlitt: “El dolor es un agridulce que jamás harta. El amor, a poco que flaquee cae en la indiferencia y se vuelve desabrido: sólo el odio es inmortal”.

Me quedo, al fin, con las dos conclusiones que destaca Cerdá: “Que el ser humano tiene hechuras universales e intemporales […] y que a veces avanzamos en lo técnico y lo científico, pero retrocedemos en términos morales”. De ahí la importancia, frente a estas modas inicuas que progresan sin aparente oposición, de seguir enseñando y viviendo los principios que nos hicieron civilizados.

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