GIACOMO Casanova, aquel libertino, se espantó ante la horrible ejecución de Robert-François Damiens, quemado y desmembrado en París en 1757. La journée sera rude, dicen que dijo el reo antes del suplicio. Había intentado un regicidio en la persona de Luis XV, pero apenas logró hacer una herida en el costado al monarca, protegido por sus ropajes. El terrible caso es archiconocido en la Historia y ha sido muy comentado por los tratadistas de la evolución del Derecho penal para ejemplificar sobre la necesaria proporcionalidad entre delito y pena. La civilización avanzó en esto; el fútbol, no tanto.
Ahí siguen los penaltitos para demostrar que el fútbol sigue siendo presa del ventajismo y el engaño, que ni el VAR ni las constantes modificaciones de los criterios lo arreglan, con lo que la frustración es doble. Y lo es porque, en esencia, el fútbol hace tiempo que se amaneró en pro del resultadismo y sus pingües beneficios. Que en la primera jornada liguera se haya reabierto el debate sobre esas jugadas leves que reciben la pena máxima, días después de la promesa de Medina Cantalejo de acabar con ese teatrillo, es echar azufre y plomo sobre la herida, tal cual sufrió el desdichado Damiens.
El foco está en los criterios de los árbitros. Pero bien haríamos en ponerlo también en la visión general del fútbol. Que Moncayola se echara la mano a la mejilla derecha cuando recibió el golpe en el cuello o el pecho retrata una mentira aceptada. Y que el Papu apenas quisiera comentar la jugada evidencia cierto cargo de conciencia: él también se dejó caer cuando Sergio Herrera le puso la mano en el muslo en el penalti anulado por fuera de juego previo.
El penalti debe responder a su concepto de pena máxima. Para faltas leves en el área debería rescatarse el libre indirecto. Y los futbolistas, los árbitros y los aficionados deberían execrar el engaño como un delito de lesa majestad futbolera, sanción mediante incluso. Mientras no se naturalice el fútbol como deporte de contacto, continuará el teatrillo. Y la frustración.
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