
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La grosería normalizada en un bar de Sevilla
El que hace de la derrota una causa invencible, el divino fracasado que gana perdiendo, ha comparecido durante cuatro días en besamanos. Mirada a mirada, beso a beso, se veía desnuda –como si se hiciera más visible lo que allí se vive todo el año– la raíz que da a la Semana Santa su única vida posible, la que impide que se convierta en un carnaval vulgar y ruidoso o en un museo hermoso, pero sin vida: la devoción, que es “amor hacia alguien o algo sagrados que da lugar a actos de culto”. Y culto externo, no espectáculo, son las cofradías.
¿Qué buscan y qué encuentran, qué piden y qué reciben los sevillanos en su encuentro con el Señor? Lo que llevan. Ponen sus derrotas en sus manos derrotadas, sus pesadumbres en su recia figura apesadumbrada, sus soledades y ausencias en este hombre por todos abandonado, sus desfallecimientos en este gigante a punto de derrumbarse que camina al límite de sus fuerzas, sus tristezas en sus ojos infinitamente tristes. Dios honrado y fuerte, a la vez que Hombre recio y triste, lo llamó Núñez de Herrera, el único, de entre los muchos que han escrito sobre el Señor, que ha destacado lo que para mí es el arma con la que el Gran Poder nos derrota: la tierna tristeza de su mirada. Este es el Señor cuya “alma está triste hasta el punto de morir”, que “a gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte”.
En esa tristeza que brota de sus ojos enrojecidos de tanto llorar –emparpitaos, como cantaba Manuel Torre: “Ahí lo llevas adelante / ar mejón de los nasíos, / con los ojos emparpitaos, / del tormento que l’ han dao”– está también toda su misericordia. Porque el milagro es que esas derrotas, esas pesadumbres, esas soledades, esas ausencias, esos desfallecimientos, esas tristezas que los devotos ponen en sus manos, les son devueltas, que esta es una devoción reacia y seria, no milagrera, pero bendecidas al ser por Él compartidas. Carga con todo el pesar humano, y lo hace suyo. Da toda su divina fuerza, y los devotos la hacen suya. Sucede en este asombroso intercambio entre un Dios humanado y unos humanos divinizados lo que en el siglo XIII escribió Tomás de Aquino: “Queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. Cuatro siglos después estas palabras fueron escritas sobre madera por la gubia de Juan de Mesa.
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