
Postdata
Rafael Padilla
Resurrección
Hace poco iba en coche, sobre las siete de la mañana, hacia mi ergástula para poder contribuir a saciar, o al menos mitigar en lo que modestamente pueda, las ansias recaudatorias de la señora Montero, María Jesús. Vano intento, lo sé, su voracidad no tiene límite cuantitativo ni conceptual, pero qué remedio nos queda. Llovía, como ha hecho con frecuencia estas semanas. Una joven, probablemente universitaria, iba andando bajo el aguacero, cargada con su mochila, las manos en los bolsillos del chubasquero, inclinada hacia delante, con el cuello hundido entre los hombros intentando inútil, ilusoriamente, mojarse algo menos. No sé si se dirigía hacia una parada de autobús o si hacia la de metro más cercana, pero tanto en un caso como en el otro le quedaba un rato de paseo. Pensé en parar y ofrecerme a llevarla, si quería. Pero no me atreví. Pensé que la pobre chica se asustaría o que, por lo menos, me miraría con aprensión y sospecha y la pondría en una posición incómoda.
En esta sociedad en que vivimos, si un desconocido para el coche a tu lado, lo primero que sientes es extrañeza o miedo. Y si encima quien camina es una mujer y quien se detiene un hombre, más aún, que para eso se ha inculcado en el imaginario colectivo –la suma de los individuales– la idea de que el varón es enemigo de la fémina, que todos los hombres son violadores en potencia, como en la red de Elon Musk escribió la otra Montero, Irene, para quien esa afirmación supone poner de relieve que “la violencia machista es estructural y no un caso aislado: que el machismo es una norma social y cultural que legitima a cualquier hombre –a todos los hombres– para ejercer violencia contra cualquier mujer”. Así que seguí adelante, sin frenar más que lo justo para no salpicarla con el agua almacenada en el enorme charco, casi una balsa, generado por el mejorable mantenimiento de la calzada.
Estamos insertos en una sociedad crecientemente desagradable, incómoda, antipática, por limitarnos a epítetos moderados y no incluir peligrosa, agresiva o degradada entre ellos. Desde luego, creo que una de las raíces, que viene de muy atrás, hay que buscarla en la sustitución de principios morales (antes, religiosos) y una exigente conciencia individual por obligaciones y “valores cívicos” colectivos, delegando en los poderes públicos el establecimiento de normas cambiantes, y por tanto percibidas como sin valor intrínseco, y la fijación de límites para todo (no todo puede ser importante y, por tanto, si todo está regulado, se genera la percepción de que no por el hecho de que algo esté prohibido es malo o relevante, o que están al mismo nivel de exigibilidad el no fumar en público y el no agredir a otro, el no jugar a la pelota en una plaza y el no violar a alguien). La inflación de controles y sanciones lleva a abdicar de la propia disciplina. No es con coerción como vamos a conseguir una sociedad más humana, ni enfrentando a hombres y mujeres de forma determinista.
Mientras, llueve.
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