El eco de una saeta ante los fuegos

Se va la Feria y mi móvil siguió guardado mientras batía palmas por sevillanas

11 de mayo 2019 - 02:32

Estuve tentado de hacerlo. El móvil estaba en el bolsillo de la chaqueta, bajo el abrigo. No lo hice y lo agradeció mi espíritu. Ahora quiero contarlo. Fue en la esquina de la calle Baños con Martínez Montañés. Un señor de unos 50 años había remontado la hilera de nazarenos negros del Gran Poder hasta apostarse en el hueco de una pescadería que había abierto sus puertas a Dios. Llegó apoyado emocionalmente en una señora más joven, ignoro el vínculo familiar. Y se aprestó a cumplir su promesa.

La saeta -género rendido al ruido de la fiesta espectacularizada, desacralizada- hendió el profundo silencio, silencio de barrio antiguo, mientras la efigie aparecía tremebunda, al contraluz de una farola que daba cuerpo a las volutas de humo. Seca, valiente, hiriente, telúrica como el Ente mitológico que conmocionaba a la multitud. Por seguiriya, sin concesión alguna fuera de lo que emanaba del alma. Y se produjo el milagro religioso, en el sentido prístino de religare: comunión, reencuentro del colectivo con sus iconos identificativos, trascendiendo la fe de cada uno.

Si lo hubiera grabado con el móvil lo audiovisual habría destrozado una vez más el sentido auténtico del hecho religioso, en ese matiz de ligazón colectiva que recalca la Antropología Social al acercarse a la Semana Santa como un hecho cultural pleno. El concepto se lo debo a mi hermano David. No habría captado, en cualquier caso, los sollozos ahogados de otra señora que contemplaba la escena, que participaba de ella, a mi espalda. Luego el saetero cruzó su mirada con la mía. Todo era verdad en el mutismo de la emoción pura.

En estos tiempos de digitalización de fenómenos que hunden sus raíces en lo irracional; en estos tiempos de espectáculo dirigido, de sorpresivos aforamientos del espacio común, tomado más por la administración que por el pueblo que sale a reencontrarse con su memoria colectiva; en estos tiempos en los que un concejal se permite decir cuándo se puede o no se puede beber vino -es difícil imaginar al libertino Zeus riñendo al beodo Dionisos-; en estos tiempos de rigorismo y dirigismo, de enjuiciamiento desde los medios digitales de cualquier heterodoxia o desorden; de triunfo de la coerción sobre la educación y de victoria de la prohibición sobre el traslado generacional de los comportamientos sociales, incluso los religiosos, el móvil propicia la rendición definitiva del individuo en su encuentro con lo colectivo.

En la Feria de Abril -ay, el apellido- se ha repetido el fenómeno religioso en el sentido antropológico de reencuentro colectivo. Y muchos nos hemos aprestado a disfrutar de nuestra identidad recreada, en compañía de familiares y amigos. Mi móvil siguió guardado en el bolsillo de la chaqueta mientras batía palmas por sevillanas. Al menos, la sagrada tríada mediterránea, pan, vino y aceite, no fue agredida, aunque algunos religuen el vino con anhídrido carbónico. Y los fuegos artificiales quedarán en la memoria neuronal. Como la saeta.

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